Dicen que cada artista se pasa la vida pintando un solo cuadro. O muchos cuadros que buscan uno solo: la idea platónica del cuadro, la obra de arte, el noúmeno, la esencia, el ser del ser de la estética. Pero una cosa es buscar y otra cosa es repetir. La gimnasia no es magnesia, sino magenta, o violeta acezado en el crepúsculo trémulo, donde los tramojazos de color laceran los espejos de un cuadro, que acaso es el mismo cuadro repetido infinitas veces. Alejandro Obregón –“qué gran nombre”, le dijo Picasso en París- en el camino de su arte dio la impresión de que estaba, como Borges, destinado a plagiarse a sí mismo.

Así como Goya, vendía su célebre azul para la Real Fábrica de Tapices, Obregón, seamos francos, también vendió sus cóndores al mejor postor. Los clientes de aquel eran duquesas y marqueses; los de este, pintorescos personajes de la clase emergente en plena época de la bonanza marimbera. Bendito sea el arte y su ilusión de humanidad en medio de la inhumanidad. Quizás Obregón se volvió decorativo. ¿Pero es eso un defecto? Renoir decía que, a fin de cuentas, la gente compra cuadros para adornar la sala de la casa. No hay ningún problema moral con eso. El problema tal vez, es que, con la repetición, cesaron tanto la búsqueda del creador como el encuentro con sus espectadores.

Y de pronto, el rayo que no cesa, la muerte, vibró en el horizonte como un músico de Marc Chagall y entonces, como en una obra de Shakespeare, a quien Alejandro recitaba de memoria, “todos los personajes de la obra entraron en la escena”. Y llegaron los fantasmas a buscarlo ente laberintos de tiempo y memoria, desde aquella imagen primigenia, cuando su padre le preguntó: “¿Y tú qué vas a hacer en la vida?” Y él respondió: “pintor”. Pero, parodiando a Calvino, se podría decir que nadie ha dicho que se salve el alma pintando. Pintaba, pintaba, ¿y el alma?

Ya nadie escribe sobre él, nadie le rinde homenaje al lanzar una mirada crítica a su arte. Porque también somos premodernos en eso: confundimos la crítica con la lambonería o el insulto, dos extremos igualmente inocuos para el arte. Se cree que a los dos o tres valores culturales que tenemos, y uno de ellos es Alejandro Obregón, hay que rendirles un culto tonto, ciego y sordomudo, jamás el esfuerzo de observar y analizar su legado, que de esta forma deja de ser tal, pues solo es nuestro lo que hemos conquistado con esfuerzo y perseverancia. Las obras sin espectadores mueren de inanición estética; no hay un solo estudio realizado por costeño alguno sobre Cepeda u Obregón, nos hemos quedado en el chisme y anécdota, no más. Cosa triste.

Obregón perseveró en su arte hasta el fin, pero cayó en los últimos años de su vida en la vana repetición del mismo cuadro que fue perdiendo vitalidad, energía y colores y se fue convirtiendo en un fantasma más de los muchos que poblaban su casa en Cartagena. Veinte años después de su partida, ya casi nadie habla sobre su obra inextinguible: le tenemos alergia al pensamiento de cualquier tipo, pensar al más significativo de los pintores que ha dado este país nos da pereza. La cuentería pícara no reemplaza a la crítica, que es absolutamente necesaria para que el arte cumpla su acción comunicativa. Obregón viene de Martha Traba y de Hernando Téllez, en tal sentido.

Y una mirada crítica a su obra es el menor homenaje que uno le puede brindar al Alejandro Magno de la pintura colombiana.

Por Diego Marín Contreras
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