Cuentan las crónicas que su majestad Felipe II de España decía, viendo el escaso éxito que había tenido trayendo al mundo herederos dotados, “Dios mío, tú que me has dado tantos reinos, me negaste un hijo capaz de regirlos.” Algo parecido debía pensar el presidente de los EEUU George Bush senior cada vez que horrorizado sabía de las decisiones a su hijo George Bush junior. Y no me cabe duda de que es lo que ocupa los pensamientos de la actual monarca del Reino Unido cuando contempla al bellaco de su hijo del brazo de la Duquesa de Cornualles y recuerda el atroz y, sin embargo, tan grotescamente británico momento en que su progenie deseó ser un producto de aseo íntimo de su amada cónyuge. Lo de los padres poderosos con hijos mediocres que les suceden en el puesto es algo sumamente viejo. Falta que el papá se siente en el sillón para que el niño asuma como natural que su destino es ser uno con el mueble y pasarlo a su hijo como él lo recibió de su padre.

El problema es que rara vez el hijo posee los méritos del padre. Por lo general, y por haberse criado en un ambiente mucho más cómodo que aquel que alumbró al fundador de la saga, es habitual que el hijo en cuestión carezca de gran parte de las virtudes del egregio padre y, por el contrario, disfrute de todos sus vicios y de otros nuevos regalo de una existencia llena de privilegios. El desastre se da cuando estas poderosas sagas familiares de la política y el dinero se consolidan en países cuyas estructuras de control son deficientes o inexistentes. La catástrofe se produce en aquellas naciones en que, carentes de toda moralidad pública, aquel que se hace con el poder político lo tiene por propio y lo cede en herencia al fruto de sus entrañas. La hecatombe acontece cuando este proceso se repite durante, pongamos por caso, doscientos años. Al final, y casi sin darnos cuenta, encontramos al mando a una élite vanidosa, idiota, endogámica, que considera evidente que el país y sus gentes les pertenezcan y que, como diría García Márquez, por necesidad acaban pariendo bebes con colita de cerdo.

Admiren a las auténticas y gloriosas élites de este país. Las de verdad. No las vulgares y advenizas nuevas élites crematocráticas que tristemente tratan de imitarlas. Las élites viejas. Tan blanquitos. Tan correctos y educados. Dotados de apellidos tan antiguos y respetables. Admirando sus dominios desde lo alto. Lanzándose miradas burlonas y cómplices cuando saludan con la mano flácida a esos sujetos exóticos que ateridos llegaron hace unas horas a El Dorado y que de verdad creen que por haber sido elegidos en no sé qué elección o por tener no sé cuántos millones en el banco son los que mandan en Colombia. ¿Desde cuándo los siervos gobiernan la finca del señor? Después los profesores hablamos de las instituciones. De la Constitución y las leyes. En ocasiones, el fracaso de los países se debe a algo tan sencillo como la degeneración de unos pocos y la tolerancia de tantos.

@alfnardiz