Colombia es de los países de Latinoamerica que tiene unas perspectivas más prometedoras. El PIB crece, la inflación, aun y la devaluación de la moneda, no está disparada, el desempleo no es demasiado alto (otra cosa es la informalidad)... Quizá haya dos síntomas inequívocos de que el país dejó atrás sus años negros y, poco a poco, comienza a consolidarse como la potencia media regional que está llamado a ser: la proliferación de centros comerciales y el crecimiento de los aeropuertos. Los primeros son prueba física del auge de las clases medias, un grupo social que generalmente procede de clases populares que, gracias al esfuerzo de la generación anterior, lograron que sus hijos estudiaran, alcanzaran buenos trabajos y fueran capaces de comprar en las tiendas elegantes del centro comercial, ver películas de estreno en sus cines y comer en sus restaurantes franquiciados internacionales. El centro comercial es a las clases medias lo que la iglesia a los fieles. Por su parte, el crecimiento de los aeropuertos colombianos, con El Dorado a la cabeza, muestra como cada vez hay más frecuencias internacionales, como el turismo aumenta y como Colombia se abre al mundo.
En el largo plazo y con perspectiva Colombia va bien. No sólo en la economía. Las últimas elecciones presidenciales apenas tuvieron casos de violencia y presenciaron un verdadero contraste de ideologías, elemento crucial, el pluralismo, de toda democracia que se precie. El año pasado el país celebró una consulta anticorrupción que, aunque he de decir que para mí tuvo mucho de populista, supuso un grito de la sociedad civil por resolver un flagelo que antes se daba fatalmente por hecho y al que ahora el colombiano no se resigna. En su conjunto, Colombia comienza a prestarle atención a cosas a las que la locura homicida de la guerra y el narcotráfico no permitían que se prestase atención. ¿Quién puede preocuparse por si el alcalde es un corrupto cuando cada día explota un coche bomba? La mayor victoria de la paz consiste en que la gente deje de distraer su atención en problemas propios de estados fallidos y la dedique a lo mismo que la ciudadanía de cualquier país desarrollado: el empleo, los impuestos, la corrupción, las obras públicas...
He ahí lo verdaderamente terrible de los anuncios de reinicio del conflicto que suenan de un tiempo a esta parte. He ahí el verdadero problema, más allá del drama de los líderes asesinados y los candidatos acribillados: que Colombia vuelva a apartar su mirada de aquello de lo que no puede permitirse apartarla si quiere normalizarse definitivamente. No es posible crecer si un grupo de guerrilleros distrae la atención del pueblo del alcalde que roba, del gobernador que incumple o del presidente que no hace. Son las nieblas de la guerra. Tan espesas que bajo ellas la corrupción, el desempleo, las obras mal hechas y los impuestos abusivos ya no parecerán tan graves comparados con los gritos de terror que semejantes brumas amenazan con traer.