Últimamente he ido a un montón de museos. Mis meses en España me han permitido disfrutar de joyas madrileñas como El Prado, el Thyssen o, a menor escala pero no menor belleza, el Romántico. Me ha quedado claro que la cultura atrae turistas como moscas la miel. En algunas salas, como la de Las Meninas o la del Guernica, uno tiene que ejercer de contorsionista para no ser desbordado por hordas de turistas que, cámara en ristre, van de sala en sala indiferentes a otra cosa que no sea hacer la foto de rigor. Los museos, cualquier monumento histórico, se han convertido en carne de turismo de masas y el pobre amante del arte y de la historia no tiene más remedio que compartir su cada vez más magro solaz con marabuntas de chinos o estampidas de gringos en pantaloncito corto y gorra de béisbol que bien pueden desparramarse ante El triunfo de la muerte de Brueghel pensando qué tipo de hamburguesa tragarán un rato después o tomarse un selfi sonrientes y lobotomizados ante el horror de las pinturas negras de Goya.

En fin, ignoren mi diatriba de cascarrabias. De galería en galería, y caminando la Villa y Corte frente al Congreso de los Diputados, una idea anidó en mi atribulada mente: ¿Irán nuestros descendientes a museos dedicados a la democracia como nosotros vamos hoy a otros dedicados a la pintura, el arte y la cultura del pasado? En nuestra necia vanidad tendemos a creer que nunca moriremos y que lo que hoy damos por hecho resistirá cualquier moda, pero, ¿quién nos garantiza que la democracia no será, como tantas otras cosas lo son ya, poco más que carne de museo dándole tiempo al tiempo?

Viendo a brutos como al líder de pelo zanahorio (encarnación de todo lo que va mal en este triste mundo), así como a tantos otros en latitudes mucho más cercanas, pobres de ellos, apenas capacitados para conjugar dos frases seguidas con cierto sentido, asistiendo al desarrollo de los acontecimientos en los cuatro puntos cardinales, a la progresiva idiotización de los pueblos y a su fascinante desprecio por la razón en nombre de la emoción, uno se pregunta si la frágil y delicada democracia tiene futuro o si no empieza a ser más que un modo de resolver los problemas propio de tiempos ya pasados, reliquia de una civilización desaparecida, objeto de memoria destinado a descansar en una sala de exposiciones. Quizá antes de que muramos nos dará tiempo a descubrir que la democracia ya se fue y que en su lugar sólo queda una habitación espaciosa, blanca y desnuda en la que un cartel nos muestra una vieja Constitución bajo el lema: aquí yace la democracia, prohibido hacer fotos. Si se diera el caso, supongo que yo estaría allí viendo el espectáculo. Y, triste de mí, seguro que a mi alrededor no habría otra cosa que turistas vociferantes y felices, como sólo pueden serlo los idiotas, admirando esa criatura exótica y ajada que el viejo inmóvil y amargado que habría a su lado hubo un día en que llamó libertad.

@alfnardiz