Cuando tú me llevabas a mí en brazos. Cuando era apenas un bebé recién nacido y te tomaban fotos en las que tu pelo negro caía brillante sobre mis mejillas rosadas. Cuando tus largos y finos dedos blancos me acariciaban y yo apenas era capaz de mantener los ojos abiertos. Tantos años han pasado. Ahora soy yo el que te lleva a ti en brazos. Ahora son tus ojos los que apenas pueden aguantar mi mirada, los que en ocasiones se alzan temerosos y contemplan los brazos de aquel que un día lejano fue un niño en los tuyos y ahora es un hombre que traslada a su madre incapacitada desde un sillón en el que llevas dos años encerrada a una cama que en breves días te verá dar tu última exhalación. Allí estaré yo, Mamá. Aunque tú ya no seas consciente de nada. Aunque haga ya tres días que tus ojos se hayan cerrado. Allí estaré para acompañarte cuando te vayas, como tú me acompañaste a mí cuando yo llegué.

No hay milagros. No hay últimas palabras. No hay cuentos sobre la fuerza de luchar contra la enfermedad. Porque contra esta enfermedad no se puede luchar. Porque ni existe cura, ni apenas diagnóstico. Porque el orgulloso ser humano aún no sabe por qué algunos de sus miembros se paran, sus extremidades se detienen, su entera máquina se paraliza hasta dejar a mi madre encerrada en un cuerpo que hubo un día que fue suyo y que ahora ya no es más que una cárcel desde la que contemplar el mundo sin esperanza ni mayor expectativa que morir. Morir cuanto antes. Morir del modo menos doloroso y más digno posible.

Una vida desvanecida antes de tiempo, tantos momentos que parecía que nunca cesarían y que un día se acabaron. Imagino tu miedo al notar los primeros síntomas. La angustia de no saber primero y la desesperación de sí saber después. No tiene cura, no sabemos las causas, ni siquiera podemos decirle qué hizo usted mal, si lo hizo, o qué puede hacer ahora para recuperarse. ¿Detener el progreso de la enfermedad? No existen los tónicos sanadores. No sabemos si es genético, o adquirido, si lo causa un virus, o una mala práctica. No sabemos nada. Sólo que usted morirá, que no le diremos los plazos para no asustarla, que su hijo nos los preguntó y que apenas será un par de años. Y cada día peor que el anterior. Se irá la movilidad de este brazo, de esta pierna, de los otros. La voz se agotará. Cada vez tragará peor. Le costará respirar. Al final, simplemente se apagará. ¿Eutanasia? Eso dígaselo a los políticos. Ella me lo pidió nada más verme. ¿Qué le iba a decir? No soy capaz de matar a mi madre. La vida es así. Nunca nos moriremos. Y un día, sin hacer ruido, nos morimos. ¿Tuvo sentido? Silencio. Nadie responde. ¿Acaso creíste que había alguien?

¿Recuerdas, Mamá? Ya no recuerdas nada. Ya no estás. Sólo en mi memoria. Sólo en la sangre de aquel que sostuviste en tus brazos, que te sostuvo a ti tantos años después y que algún día también se irá. Para que nada quede. Ni el recuerdo. Sólo nosotros. Los hombres. Abandonados a nuestra suerte. Llorándonos unos a otros.