El gigoló hizo su carrera profesional ofreciendo su cuerpo y su sonrisa a aquel que más le pagara. El gigoló llegó a ser una importante figura de la vida pública. El gigoló fue descubierto en turbios manejos económicos. El gigoló fue detenido y escapó en rocambolescas circunstancias. El gigoló desapareció y apareció varios meses después en una exótica república bananera dirigida por un ridículo tirano de ópera bufa. El gigoló fue entrevistado por la Madre Teresa y le dijo cosas terribles: éste vendió su alma, aquel entregó su cuerpo, ese otro no dice más que mentiras, todos, todos, todos son unos malvados que conspiran para prohibir el amor libre que yo practico y substituirlo por sus perturbadoras costumbres.

¡Escándalo! Inocentonia, la tierra de los santos y castos se escandalizó ante las atroces declaraciones del gigoló. Con su mirada angelical, con su tono de niño bueno, de empapador de sábanas, de yerno perfecto, de máquina surtidora de erotismo, el gigoló miró a cámara y dijo lo que nadie sabía, lo que nadie sospechaba, lo que nadie siquiera suponía, tan puros e inocentes eran todos los habitantes de Inocentonia, la tierra en la que nadie sospecha qué es esa hendidura que hay entre sus nalgas, porque si lo supieran se asustarían. El gigoló guiñó un ojito color nocturno y diez matronas se desmayaron en sus casas. El gigoló se mojó despreocupado los labios y cuatro taxistas chocaron sus manos entusiasmados en una estación en la que todos se tenían por muy hombres y de pronto descubrieron que el gigoló los había enamorado con sólo empaparse los labios.

El gigoló amenazó con increíbles declaraciones sobre Dios Todopoderoso. El mismo Demiurgo creador de patrias dijo que él del gigoló no sabía nada. Se encogió de hombros y cien veces cien de sus hijos corrieron al rescate del Padre corroborando que al gigoló jamás lo habían visto, jamás lo habían escuchado, apenas lo habían entre su misterioso muslo saboreado. Del altar de las buenas películas no bajó Richard Gere, sino el Capitán Renault que, mirando a su alrededor horrorizado, dijo aquello de “¡Qué escándalo, aquí se juega!”, para a continuación embolsarse sus ganancias ante los estupefactos ojos de Rick y de todos los habitantes de Inocentonia que chismorrean en voz baja porque son unos hermosos cobardes, unos miserables encantados de haberse conocido, incapaces de prender fuego a un país en el que todo está corrupto, todo está sucio, todo está enfermo y lo está porque todos lo saben y a nadie le importa.

En los carnavales se mofan del gigoló y de sus aventuras. En la televisión y en la radio comentan sus palabras. En todas partes se teoriza cómo afectará el escándalo a aquellos denunciados por el gigoló. ¿Cómo les afectará? El gigoló se sabe juguete roto, muñeco insignificante, parodia de la historia. Nada les afecta. Nada importa. Nada pasará. Porque el gigoló puede que fuera lo que todos intuyen que fue. Pero los proxenetas fueron otros: un entero país que se vendió a sí mismo. Y no al mejor postor, precisamente.