Esto de las costumbres gringas es un sinvivir. Uno se despierta un día tan tranquilo, pensando en los pajaritos y esas cosas, y de pronto, como horda de hunos a caballo, le asaltan mil anuncios recordándole que hoy es ‘Black Friday’ y que debe comprar, comprar, ¡comprar! u Occidente se derrumbará de modo inminente. Así que un servidor, sin tener muy claro qué es eso del ‘Black Friday’, pero como buen ciudadano, se dirige esa misma tarde, después del trabajo, al centro comercial a fusilar su pobre tarjeta de crédito con el fin de comprar como si no hubiera un mañana y conseguir, inocente esperanza, que Occidente resista.

El caso es que el que suscribe llega a la zona donde se venden los celulares. El mío está un poco viejo. Dos años hace que lo compré. Eso en la vida de un celular (maldita obsolescencia programada) es un montón de tiempo. Así que toca comprar uno nuevo. Vamos allá. El problema es que hay una muchedumbre intentando hacer lo mismo. A mi derecha una nube de adolescentes enloquecidos trata de hacerse con el último modelo de la compañía de la manzana mordida. A mi izquierda una marabunta de señoras mayores se apodera, cual piratas ingleses en Cartagena, de todos los teléfonos de las marcas chinas baratas. Renuncio a conseguir un celular. Acabo de asistir cómo la corriente humana se llevaba a una dependienta bajita y creo que ya nunca más la volveremos a ver. Descanse en paz. Me acerco al área de los televisores. Según me aproximo a las brillantes pantallas, un señor gordo me propina un golpe de nalga que casi me arroja sobre los microondas, se lanza en sensacional placaje sobre la televisión que está en promoción, se apodera de ella como senador de mermelada y se aleja en alegre trote en dirección a las cajas. El ‘Black Friday’ es agotador.

¿Y, total, para qué? Casi todos los precios están igual que ayer o con descuentos mínimos. Incluso he visto alguno que otro más alto. Ofertas de verdad son pocas y contadas. La mayoría con escasas unidades disponibles y con una demanda desaforada. Y, sin embargo, ni yo ni nadie quiere perderse la orgía consumista. Los gringos nos han pegado su folclore y cada tontería que se les ocurre la copiamos como memos fascinados. Un día dicen Halloween y dejamos de celebrar Todos los Santos para desparramarnos en las calles disfrazados de brujas y fantasmas. Otro día se inventan el ‘Black Friday’ para ordenar un poco las cuentas de sus tenderos y medio mundo les sigue como corderitos al matadero del consumo innecesario y las deudas acumuladas.

Lo bueno de días artificiales como este es que dejan bien claro dónde estamos. En este caso, en el sepelio de la sociedad rural y sencilla de la que procede este país y en la consolidación de un país urbano de clases medias ansiosas por acumular objetos en prueba de prosperidad y crecimiento social. Se substituye el pequeño pueblo por la gran urbe, los valores pesados y constantes de lo rural por la levedad de la histérica y ciclotímica urbe materialista, la identificación en función del quién soy por la del qué poseo. Suena todo muy complicado. En el fondo, no se engañe, señora, es bien sencillo: nos estamos volviendo imbéciles.