Hasta hace unos años sólo era posible llegar a Barú vía marítima. Desde 2014 se hace más fácil por cuenta del puente que cruza el Canal del Dique y comunica la península con Pasacaballos, el corregimiento cartagenero que sigue a la zona industrial de Mamonal. Barú tiene sesenta kilómetros de extensión –es más grande que San Andrés, que suma veintiséis–, y cuenta con veinte mil habitantes distribuidos en tres pueblos.
Gente de estos pueblos trabaja en el Aviario Nacional de Colombia, el cual comenzó a gestarse desde hace más de una década, pero sólo hasta hace un par de años abrió al público. Tiene una nómina de treinta y cinco personas entre zootecnistas, veterinarios, pasantes y el personal que se dedica a la alimentación de las aves y la limpieza del lugar.
Esta es la principal razón del valor de la entrada, que para algunos es costosa: $40.000. Como me comentó uno de los propietarios, Silvana Obregón: “El Aviario se sostiene con las uñas”. No lo patrocina la empresa privada y mucho menos el Gobierno. La gente del Gobierno sólo aparece por allá para pedir que no se le cobre la entrada a algún funcionario nacional “importante” quien, de paso, también exige un recorrido guiado. Así de conchudos son.
Hace pocos días tuve oportunidad de visitarlo. Llegué con un par de amigos sobre las once de la mañana, hora en la que inicia un espectáculo pedagógico protagonizado, por supuesto, por diversas aves del lugar. La mayoría de ellas son exóticas. Muchas regresan a comer al Aviario luego de volar libres por la península, aunque hay problemas porque los habitantes del vecino pueblo de Santa Ana las cazan para la venta ilegal.
En el mundo hay unas diez mil especies de aves. En Colombia, 1.950 de las cuales 87 son endémicas. Quienes más visitan el Aviario son extranjeros. El recorrido toma unas dos horas y la cantidad de aves que se pueden apreciar maravillan el oído y la vista.
A cada especie se le ha construido su propio hábitat. Claro: sería mejor que anduvieran libres, pero el Aviario adelanta también trabajos de investigación para la conservación de las especies (actualmente está en la búsqueda de un águila arpía y de un paujil azul macho) y hay casos, como el del cóndor emblema nacional, que nació en cautiverio y la libertad le es ahora riesgosa.
Ecoturismo y agroindustria deberían ser los dos más grandes negocios del país. Hace unos años tuve oportunidad de conocer un cultivo de mariposas cerca de Palmira. Es uno de los negocios más bellos y prósperos que he visto en Colombia. Pero el Aviario Nacional de Colombia no es autosostenible. Le falta promoción (“Todo cuesta mucha plata”, dice Silvana) y le falta también que el gobierno local entienda los beneficios del ecoturismo.
Ojalá Cartagena fuera reconocida internacional por este lugar, además de por la belleza de su centro histórico, antes que por el turismo sexual. Ahora en diciembre, por ejemplo, todas esas familias que la visitan deberían llevar a sus hijos a conocer el Aviario, uno de los sitios más bonitos del país.
@sanchezbaute