Me subo al bote ya flotando en aguas turbias, el sol pica como chile, no hay nubarrones, sólo frías en hielera, sonrisas fáciles, topetazos con nuevos y viejos amigos y un sistema de sonido mal ecualizado. Bienvenidos a todos, estoy navegando por Barranquilla.
Minutos antes me levantaba de una cama trasnochado por culpa de un gastroenterólogo que me recetaba antiparasitarios. El objetivo era combatir los insectos que se me habían acumulado en los intestinos al contemplar, desde el balcón en donde me hospedaba, la chavista mansión de Alex Saab y su panorámica cancha de tenis. A lo lejos se oían los pitos de los taxis taquilleros, el piso estaba mojado del aguacero matutino, del asfalto se evaporaban las esperanzas de una tierra que le sigue dando la espalda a su río.
Nos vestimos y preparamos la correspondiente cavita para el paseo en lancha, enchufamos las chancletas, bloqueador y actitud. Tomamos la vía 40 para buscar la marina. La encontramos tomando callejones sin salida entre bolsas plásticas que infatigablemente patrullan las vías más importantes del sector.
El bote prende motor, nos dirigimos hacia el Magdalena. De cada lado de las riberas del caño que desemboca en el río, nos tropezamos con plásticos, zapatos y pantalones flotando. El olor no es tan indecoroso, siendo el desafío para el capitán de la embarcación el esquivar la basura presente por doquier para que no se inmiscuya entre los propulsores del motor. El capitán fracasa, un jean se nos une, enredándose en una aleta. “El Capi” no le ve inconveniente, es su rutina, en menos de 3 minutos destraba la ropa de la hélice y, antes de poder interrumpirlo, bota de regreso el jean al agua y arranca. Nos miramos escandalizados e impotentes, pero intuimos que para él la prenda regresó a su hábitat natural.
Vemos de cerca la aleta del tiburón barranquillero, nos impacta, nos enorgullece, le subimos el sonido a la música, avizorando las olas del río. La corriente de aire del afluente nos invade, pasamos el malecón, atravesando de un costado a otro al Magdalena en su esplendor, estamos inmersos en agua dulce y nos metemos en la ostentosa belleza tropical por un canal estrecho con dirección a una ciénaga. Las aguas negras ya son historia patria. Árboles, platanales y manglares se atreven a rodearnos y darnos merecida sombra en medio de tanto verde y agua cristalina. Le bajamos a la música para aprovechar el canto de los pájaros y el silencio del campo sumergido y destapamos las primeras cervezas que suenan como champaña.
A los pocos minutos del canal pasamos a una pomposa ciénaga, huele ya a mar, peces saltan a los lados para evitar la estela de la lancha. De vez en cuando nos volteamos, miramos hacia atrás y -sin espejismos- nos topamos con la jungla urbana de Barranquilla, sus torres que rascan el cielo tan cerca de nosotros, pero al mismo tiempo tan distantes de donde estamos. Nos bañamos en el mar y en la ciénaga, nos reímos con cada picada de mosquito, almorzamos un pescado frito recién atrapado y con la cuesta del sol nos devolvemos hacia el puerto fluvial, como cualquier marinero de agua dulce que se respeta.
@QuinterOlmos