En “El Contrato social” Rousseau afirmaba que una norma sólo podía ser ley si el pueblo, no sus representantes, lo decidía. Los mandatarios, para el filósofo, sólo tenían que elaborar las leyes y ponerlas a consideración popular (a contravía de lo que existe hoy). Los atenienses ya lo habían implementado dos mil años antes que Rousseau, pero se dieron cuenta de algo fundamental: los políticos no podían ser elegidos democráticamente, sólo lo podían ser por sorteo (a partir de una lista que filtraba la mediocridad), con el fin único de limitar los excesos de poder. Este método prevenía la compra de votos y daba plena igualdad política. Hoy en día no lo podríamos creer pero, para los creadores de la democracia, una elección democrática se hacía por sorteo y no por voto.

Siendo así, ¿en qué momento comenzamos a confundir la democracia con la representatividad? Los federalistas James Madison y John Adams rechazaban la democracia por considerarla una emanación de las pasiones humanas y por ser tanto injusta como tiránica. Para ellos eran mejores los gobiernos representativos porque era mejor el imperio de las leyes que el de los hombres. En consecuencia, como el pueblo no era de confiar, había que canalizar su soberanía mediante la elección de una élite de representantes (la plutocracia): “un reducido número de ciudadanos que se reúnen y administran personalmente el gobierno”.

Entonces, ¿cómo llamaríamos a un sistema político que concentra el poder en pocas manos y en donde no decide el pueblo sino las mayorías representadas? ¿A esto le hemos llamado democracia? De esta forma, ¿cómo saber si la democracia es el mejor sistema político si realmente solo conocemos es a la representatividad política? El hecho que haya voto libre, sufragio universal y representantes elegidos por mayorías no significa que exista democracia. Democracia es tener el pueblo el poder de decidir. La representatividad no equivale a democracia, pues no es lo mismo elegir que decidir. Sin darnos cuenta, hemos venido llamando democracia algo que no lo es. Nos administran gobiernos representativos (las mal llamadas democracias indirectas), es decir, que elegimos a los que después deciden por nosotros, sin nosotros tener la última palabra.

Adendum: Durante estas semanas electorales nos hemos dado cuenta lo difícil que es para un candidato presidencial darse a buenas con los electores, camuflando o no sus intenciones y capacidad para dirigir a la nación. Hemos también visto cómo los candidatos no se esfuerzan en convencer a los votantes con argumentos, sino que acuden al facilismo de complacer al votante con promesas irrealizables. Las próximas semanas serán cruciales para nuestra imperfecta representatividad política, estaremos frente a dos visiones opuestas de país. Yo siempre estaré del lado de la crítica constructiva, a sabiendas que gobernar y representar a millones de individuos insatisfechos no es tarea fácil. Pero nunca votaré por cualquier individuo que en algún momento de su vida pensó que con el uso de la violencia se podría mejorar cualquier sociedad; como tampoco votaré por cualquier persona que haya mostrado rasgos de autoritarismo o mesianismo ni que despierte resentimientos sociales o muestre como antagónica la propiedad privada con la igualdad de oportunidades.

@QuinteroOlmos