Las élites colombianas que van al Hay Festival de Cartagena son muy curiosas. Hacen fila para escuchar a un encumbrado economista como Thomas Piketty decirles que el sistema rentista, nepotista y corrupto que ha gobernado al país durante toda su historia es culpable de la feroz desigualdad de la población, y lo aplauden sin reservas, como si ellos mismos no fueran parte de ese sistema. De allí salen a comentar la charla en fiestas privadas en mansiones coloniales del centro de Cartagena, atendidos por nativos de la ciudad que escucharán retazos de las conversaciones y harán alguna mueca de sorna interior al enterarse de que los señores de la casa y sus invitados están tan preocupados por la pobreza y desigualdad de sus semejantes.

¿Será que, como dicen algunos, apoyar –aunque sea de dientes para afuera–las medidas redistributivas que propone el profesor Piketty es la manera en que los ricos se perdonan a sí mismos por ser ricos? No discuto tan sutil argumento psicológico, pero creo que existe otro mecanismo, menos sutil, pero igual de interesado, que explica el entusiasmo que produce Piketty en ciertas almas.

Buena parte de la oligarquía que asiste al Hay Festival vive, directa o indirectamente, del Estado. Son ministros, senadores, altos funcionarios públicos o miembros de las dinastías políticas de siempre; asesores y consultores fabulosamente remunerados por agencias estatales u ONGs que canalizan dineros públicos; empresarios que cabildean con el Gobierno para proteger sus mercados o asegurar las concesiones que necesitan para funcionar; contratistas que financian campañas a cambio de licitaciones; o periodistas y dueños de medios que necesitan del Gobierno para tener acceso tanto al poder como a la exquisita fructosa de la mermelada. Todos, de alguna u otra manera, dependen del Estado para garantizar su modus vivendi.

¿Y qué es, al fin y al cabo, lo que propone Piketty? Ensanchar, por la vía de los impuestos, el tamaño del Estado y su injerencia y dominio sobre la vida de los ciudadanos. Algo que, como escribió con aprobación Cecilia López Montaño en Las2Orillas, debe ser “música” para los oídos de todos esos políticos, funcionarios, parientes, asesores, contratistas y empresarios cuya carrera y fortuna se expanden a medida que el Estado acumula más recursos y más poder.

En sociedades corruptas como la nuestra, por supuesto, tal concentración de fuerza y dinero en la clase gobernante conlleva el riesgo de una malversación masiva de los recursos del pueblo, como habitualmente ha sucedido. Y, sin corregir la desigualdad económica, produce una nueva desigualdad: la de los ciudadanos frente al poder. Por eso no es ilógico el aplauso de las élites a quien las acusa: saben que gracias a él podrían prosperar aún más. Y por eso para mi la estrella de la noche no fue Piketty, ni el otro invitado, el coreano Ha-Joong Chang, sino el venezolano Moisés Naím, quien, interrogado acerca de la situación de Venezuela, hizo una enumeración aplastante de los males que el chavismo ha derramado sobre esa nación –una nación rica a punto de caer en una insólita crisis humanitaria– y remató, dirigiéndose a los otros dos: “Todo eso, gracias a las políticas que ustedes admiran”.

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