Nos pregunta un hijo si vimos jugar a Julio Torres y nos echamos a reír, porque la vista infantil primero y luego la juvenil se nos cansó por aquellas calendas de los años 30, viendo jugar a Julio, primero en el Estadio Moderno y luego, a partir de 1934, en el hoy Romelio Martínez. Nos parece estar mirando su estampa: no era alto, pero sí fornido y un centro delantero toda su vida –hasta su muerte–, siendo todavía un extraordinario jugador, victima de una peritonitis, según nos contaron por aquel entonces.

Julio Torres era contador de las Empresas Públicas Municipales. Esto es, no pertenecía a la ‘élite’ de ignaros que tenía el pujante fútbol del Atlético, con jugadores que así como eran estrellas del ‘field’, de pura vaina podían estampar sus nombres en un documento público. Eran tremendos jugadores, pero en el orden intelectual eran más cerrados que un candado de potrero, que el óxido y la intemperie los sellaban a cal y canto.

Julio militó toda su vida – cree este columnista, que no ha podido decir nada en contrario –en las filas del club Juventud–, el primer equipo de fútbol que salió de Colombia a jugar en el extranjero. El Juventud jugó en Costa Rica en 1924, fecha bastante remota, mirada desde estos tiempos. Julio fue un jugador fogoso, un echao pa’lante todo el tiempo.

Como en aquel tiempo se acostumbraba que cada club de fútbol de primera categoría tuviera un mecenas, porque de otra manera no podía sostenerse, el que tenía el Juventud era don José Antonio Emiliani, quien corría con todos los gastos del equipo, hasta cuando este caballero se cansó de ser el eterno ‘paganini’. Don José Antonio Emiliani empleaba jugadores en sus negocios y hasta en su casa patrimonial, para no hacer nada, porque a lavar platos en la cocina no era verdad que los ocupaban. Cuando uno de ellos, digamos, hacía un gol sensacional, don José Antonio lo sentaba en su mesa de comedor, para premiarlo.

Como centro delantero Julio tenía un shut fuerte y bajo y además colocado con miras a los postes que era el dolor de cabeza de los grandes arqueros de aquel tiempo. Con motivo de aquella gira a Costa Rica don Gabriel Díaz Granados (padre del Jugadorazo del mismo nombre y dueño del más lujoso restaurante de la ciudad) le brindó una comida a los jugadores, con el ánimo de enseñarles a manejar los cubiertos. En aquellos tiempos se viajaba en barco durante varios días y había que saberse comportar en todo sentido. Hoy, en aviones a chorro, cualquier orangután puede no saber nada, que en nada lo critican. Un gesto de don Gabriel que nunca más se ha vuelto a ver. Ni aquí, ni en el país.

“¡Never come back!”, como decía Luis Carbonell, tratando de entender inglés…