“Esta limitación esta barrera / esta separación / esta soledad la conciencia / la efímera gratuita cerrada / ensimismada conciencia / esta conciencia / existiendo nombrándose / fulgurando un instante / en la nada absoluta / en la noche absoluta / en el vacío.” La conciencia, la ensimismada conciencia, como diría la poeta Idea Vilariño con rotunda brevedad, parecería fluir más fácilmente en soledad. En aquella soledad que, aun llevada a límites extremos por el individualismo, puede conducir al conocimiento profundo de sí mismo que exige la compleja interacción de la sociedad humana.
Nadie hubiera imaginado que el nuevo coronavirus Covid-19, además de la estela de muerte e impotencia que ha desplegado sobre el planeta, expondría con tal crudeza la enorme incapacidad de los humanos para sobrellevarnos mutuamente. Porque, si bien la circunstancia de estar solos, la renombrada soledad, es uno de los grandes temas universales que el hombre trata de sofocar a través de actividades como el arte, la filosofía, la música o la literatura, es en este modelo de convivencia a que estamos siendo llevados, en la incómoda reclusión que nos impone un evento repentino y vertiginoso como el coronavirus, donde se manifiesta el peso de nuestra carga emocional y sale a la luz toda la miseria humana. El confinamiento social decretado en razón de la pandemia, será para los mundanos -los frívolos impasibles que requieren ser mirados y admirados- una gran contrariedad; para los contemplativos que viven en una especie de convento de clausura, quizá una calamidad; para tantos infelices en cuyo núcleo familiar se esconde un abusador, será una fatalidad. Sin embargo, hay que hacerlo como un acto de conciencia, el vehículo del cambio que pide a gritos la humanidad.
Según el más reciente informe emitido por un equipo colaborador de la OMS, en el caso del Covid-19 las medidas de distanciamiento social podrían extenderse hasta por 18 meses, razón por la cual el nuevo escenario de convivencia en que transcurriría la cotidianidad, cambiaría peligrosamente su carácter provisional; así las cosas, conforme pasen los días los espacios compartidos se volverán asfixiantes, los diálogos pasarán a ser monólogos, y habrá un reclamo de libertad hasta para sacarse los mocos. De manera que, aunque tratemos de enmarcar las dolorosas coyunturas por las que atraviesa el mundo, en una aureola de romántica experiencia donde avanzar en hermandad hacia un final feliz, deberemos prepararnos para lo que se avecina. Para los colombianos, no veo posible ese final. Ojalá me equivoque, pero es difícil enfrentar los avatares sin conciencia colectiva. Y cuando uno escucha al presidente pedirle a la Virgen de Chiquinquirá “que nos consagre como sociedad” en lugar de pedirle que nos concientice como tal, entiende que, a estas alturas, todavía el presidente no comprende lo que exige el perfil inconsistente del pueblo que gobierna.
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