Como todo lo que ocurre en este ámbito ilusorio que denominamos “la realidad”, los sucesos que se enlazan y definen el tiempo inscriben inevitablemente la vida de los seres humanos en lo transitorio, lo cambiante, lo impermanente. La de los mortales con el tiempo, es una relación ambigua. Si bien es en el tiempo que el hombre aspira a la eternidad -no importa bajo qué idea la persiga o la conciba- es también el inclemente tiempo el que le señala incesantemente su fugacidad. En él conviven las esperanzas y los fracasos, la expectativa y la frustración, lo que fuimos en un ayer y lo que soñamos con ser en un mañana. Sin darnos cuenta ignoramos el presente aferrados a un flujo de pensamientos acerca de situaciones que, ocurridas o supuestas, son inexistentes.

Las culturas orientales tienen una larga tradición de perseguir la esencia de las cosas, la pureza natural que se revela en un instante. De ahí que su literatura refleje esa prevalencia de la intuición que exige despojarse de todo significado, de toda intervención racional, para adentrarse en una especie de vacío de donde surge la palabra primordial, la sustancia que se esparce como si fuera un perfume, que es, de alguna manera, lo que divulgan las palabras.

Hace muchos años, la primera vez que el azar trajo a mis ojos Makura no Sôshi, o El libro de la almohada de Sei Shônagon, me causó fascinación. Transcurría el período Heian (794-1185) cuando en Kioto -entonces capital de Japón- su autora, una dama de la corte al servicio de la emperatriz y dotada de profunda sensibilidad, se ocupó de hacer minuciosas anotaciones de las vivencias en la vida cortesana. Hoy en día es un clásico de la literatura universal. Como insectos encapsulados en cristalino ámbar, las concisas descripciones de Sei Shônagon consiguieron atrapar escenas de un tiempo remoto, cuya lectura conduce a reflexionar en cuánto hemos renunciado -por causa del sentido, o del sinsentido, de la vida moderna agitada y estresante- a la experiencia contemplativa, a los instantes del presente en que nos roza una verdad. He aquí algunos ejemplos de lo que anotaba en su cuaderno:

“Cosas particulares. El discurso de los hombres y el de las mujeres. La lengua de la gente vulgar, cuyas palabras nunca dejan de tener una sílaba de más.

Cosas que parecen despertar tristeza. La voz de una persona que habla después de haberse sonado la nariz con prisa.

Cosas ingratas de ver. Alguien con una túnica cuya costura de la espalda esté torcida.

Cosas admirables de noche. El resplandor de la seda batida de color oscuro.”

Pues bien, si alguna oportunidad nos brinda el coronavirus, y por ende la temida cuarentena, es la reconsideración del tiempo. Quizá sea una coyuntura que nos permita modificar esa obstinada inclinación a vivir entre el pasado y el futuro, porque, al fin y al cabo, la verdadera existencia se realiza únicamente en un presente. Lo demás es memoria, o presunción.

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