Ni cuatro décadas de violencia habían conseguido, como ha ocurrido en los últimos diez años, que dos cosas se instalaran fatalmente en la conducta de los colombianos: el fanatismo y la indecencia.

Si bien la subjetividad, o propiedad individual de percibir las cosas, es definitiva en la interacción de los humanos, no hace parte de su naturaleza; opera como un proceso en el que intervienen elementos de la realidad social, pero en el que también juegan un papel muy importante la personalidad del individuo, sus intereses y su estado emocional. Cuando la subjetividad obstruye la posibilidad de ponerse en el lugar desde el cual el otro piensa, el nivel de razonamiento se empobrece y, por ende, la capacidad de argumentar pierde valor. Suele ocurrir que en este ámbito aparece el fanatismo. Un estado en el que priman las emociones –cuyo origen es puramente cerebral– y en el cual lo percibido se ajusta a la realidad que demanda la subjetividad, dificultando el juicio crítico. Surgen entonces, más allá de toda lógica, los prejuicios, y el individuo actúa de forma irracional en defensa de una causa, persona o religión determinada. El fanático desvirtúa el pensamiento ajeno, por su estructura emocional su discurso es un discurso guerrerista usualmente anclado a una colectividad con la cual se identifica.

Por otra parte, está la indecencia, “Dicho o hecho que está en contra de las normas o costumbres vigentes en una sociedad”, y, aunque en el país confuso en que vivimos hoy en día la indecencia pareciera ser audacia o valentía, es el síntoma inequívoco de una funesta enfermedad que padece Colombia: el problema ético. De falta de ética, que es la encargada de preservar el conjunto de normas morales inherentes a cada cultura, y que se constituyen en el fundamento de una sociedad, porque sin ella se desdibujan las fronteras entre lo correcto y lo incorrecto.

A una mezcla de fanatismo e indecencia podría deberse lo sucedido en días pasados al expresidente Santos. Como es sabido, Santos fue abordado por una mujer mientras viajaba a Nueva York, como cualquier fulano de tal, en un vuelo comercial. La mujer, en una muestra del carácter irascible que se impone por cuenta del paroxismo político, se fue lanza en ristre contra un Santos que se mantuvo imperturbable. Y no es que a ella no le asista el derecho a una opinión desfavorable al expresidente, ni que Santos sea un modelo incuestionable de virtudes, sino que la ética exige un nivel de respeto hacia los demás, que es indispensable para evitar que las heces delirantes que produce la subjetividad salpiquen a todos aquellos con los que se tienen diferencias.

“Para construir, necesitamos un lenguaje común”, dijo el senador Antanas Mockus recientemente. No cabe duda de que tal construcción solo comienza en los confines del cerebro de cada colombiano, pero tal vez un lenguaje común reconciliatorio sí pueda ser un vehículo eficaz para que el milagro ocurra.

berthicaramos@gmail.com