El día que conocí a Heriberto Fiorillo, hace más de veinte años, me recibió en su apartamento del barrio El Prado junto a la sonrisa, de oreja a oreja, de Claudia Muñoz, su compañera de vida y aventura. Por entonces era estudiante de Comunicación Social de la Universidad del Norte y buscaba desesperadamente un personaje interesante para el trabajo de perfiles. Le llamé con sorprendente descaro y su respuesta fue más que generosa, eterna. Su familia me abrió, para siempre, las puertas de su corazón y de su casa y, más tarde, dos veces, las de La Cueva, que es también y, para siempre, su casa. Gracias a los Fiorillo y a un buen puñado de queridos cómplices que nos siguen acompañando en el Consejo Directivo, La Cueva es un hogar para los barranquilleros, para los colombianos.

Pasé tardes enteras en su apartamento y en caminatas por el boulevard de la 54, repasando su vida en el barrio Boston de Barranquilla, donde creció e identificó el que fue por muchos años –y sin saberlo él mismo- su más grande y callado proyecto, casi una misión vital. El argumento para una película podría resumirse así: Camino a la parada del bus, Fiorillo de diez o doce años y de la mano de su padre va hacia el cine y cada vez que pasa por ahí se esfuerza en adivinar qué sucede en esa esquina de la calle 59 con 43 en la que unas rústicas celosías de madera abrazan un universo que él mismo, más de cuarenta años después, desvela, desempolva, hila, lustra y transforma en leyenda viva de Barranquilla y en patrimonio de todos los colombianos. Una leyenda que alimentó juntando hábilmente las anécdotas de una legendaria pandilla de compadres que coincidieron en el espacio y tiempo de La Cueva, un tiempo que no casualmente coincidió con el momento de prolífica producción intelectual y artística, de conexión, de diálogo con el mundo, del ya famoso grupo de Barranquilla.

Tras su productivo trasegar creador entre Bogotá y Nueva York, con varias películas exitosas, programas y libros de entrevistas y después de reinventarse para siempre las noticias en televisión, Fiori retornó a Barranquilla con su familia dispuesto a echar raíces. ¡Y vaya raíces! Tuve la fortuna de ser su asistente, acompañarlo a recorrer la ciudad para identificar los sitios emblemáticos del grupo -que han ido desapareciendo- la librería Mundo, el bar americano, el Instituto San José o el rascacielos, como llamaban al hotel Nueva York en el que malvivió García Márquez una temporada. Y, por supuesto, nos vimos una mañana soleada frente a la casa que había albergado La Cueva. Yo era una joven y curiosa aprendiz que, como el pequeño Fiorillo, no imaginaba que aquellas correrías me devolverían veinte años después a esta esquina de toldos verdes.

Aquel libro sobre el grupo de Barranquilla acabó llamándose La Cueva y le abrió paso a la Fundación La Cueva. Así fue que Fiori pasó de contador de historias a protagonista de esta historia de ciudad que ya completa veinte años y que hoy saluda una nueva edición de otra de sus más geniales creaciones: El Carnaval Internacional de las Artes, que ha conseguido que el diálogo universal continúe, trayendo a la ciudad a los más importantes creadores colombianos de las últimas dos décadas y a creadores de todas las latitudes que, doy fe, siempre quieren volver.

Fiorillo es el quinto discutidor de aquellas interminables tertulias que el último Aureliano sostuvo con el Sabio Catalán y sus más entrañables amigos, Gabriel, Álvaro, Alfonso y Germán en ese Macondo que ya era Barranquilla. Los de la realidad, también conocidos como “los cuatro jinetes”, se hacían llamar “marzistas” porque nacieron en marzo, como Fiori, el quinto, que cumple unos cuantos años hoy.