Los jóvenes de hoy son muy distintos a nosotros cuando fuimos jóvenes. La obediencia, el respeto a los mayores, y muchas otras virtudes que no han dejado de serlo, se tradujeron en una especie de resignación sobre todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Esperamos a volvernos adultos para convertirnos en rebeldes frente a la injusticia de nuestra sociedad; frente a esas desigualdades que vienen desde el nacimiento de nuestro país como nación, de América Latina como región; frente a ese comportamiento de las élites, egoísta y aislado de la realidad de las mayorías que, en el caso de Colombia, William Ospina describe de manera clara y dolorosa.
Pero esa juventud de hoy es otra cosa: conectados con el mundo porque se sienten ciudadanos universales; mejor educados, conscientes del medio ambiente, de la necesidad de cerrar esas brechas históricas que nos caracterizan en este siglo 21. Son demócratas, ambientalistas, feministas, progresistas, pacifistas. Pero sobre todo son rebeldes, en el mejor sentido de la palabra. Independientemente del mundo que los rodea, del sistema político que rige sus vidas, han salido a protestar con razón. A pedirles a sus dirigentes lo que no han hecho, construir verdaderas democracias en las cuales los derechos no sean solo una realidad para los pocos privilegiados. Como se afirma en todo el planeta esos jóvenes de ahora perdieron el miedo, ese que probablemente inhibió la protesta de nuestras generaciones, lo que se tradujo en esa especie de desastre que hoy se vive en muchas regiones y países del mundo.
Los adultos todos y especialmente quienes están o aspiran llegar al poder, no nos podemos equivocar porque esta rebeldía no va a parar hasta que no se produzcan señales de cambios profundos. Estigmatizarlos, atacarlos y tratar de aplacar por la fuerza sus ímpetus, lejos de frenarlos solo generarán más demandas por parte de ellos y de quienes compartimos sus frustraciones. Así suenen incoherentes y poco precisas sus demandas, en el fondo todo gira alrededor de la libertad, los derechos y del verdadero desarrollo de sus sociedades, para que no sigan dejando regados en el camino vidas precarias y dolorosas.
Por ello es necesario separar realidades. Cuando una sociedad como la colombiana no ha sido capaz de reconocer el origen de esta violencia, los costos de políticas seguidas por décadas sumados a la incapacidad de una justicia que penalice los delitos, pero sobre todo no ha logrado la paz, es obvio que se infiltre en la protesta el vandalismo. Pero eso no puede llevar como de hecho estamos haciendo en Colombia a generalizaciones que justifican el uso absurdo y criminal de la fuerza por parte del Estado. Separar esos sectores de los que con razón protestan y tratar de entender por qué se pueden financiar desmanes de otros jóvenes cuya única salida es la ilegalidad, es una obligación del Estado. Pero es un error histórico ignorar que esos movimientos de esta juventud tienen el mensaje de inconformidad más fuerte que se le está dando a este mundo que concentró la riqueza; que desprecia a los pobres, a las mujeres, a los negros, a los indígenas, al medio ambiente, a los animales y a todo lo que no represente el poder.
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