El actual paro nacional pone sobre la mesa temas que son de interés de científicos sociales. Con la rapidez de los acontecimientos es difícil decantar una información tan orgánica que evidencia el malestar social y la manera en la que el gobierno lo tramita. Un descontento general saca a la gente a las calles. Ya no a la gente convocada por el comité del Paro, sino a la gente que espontáneamente decidió sacar las cacerolas en la noche del 21 de noviembre. Barrios de distintas clases sociales empezaron a resonar los sartenes y las ollas, sin un plan previo más que el mismo desencanto, la misma asfixia tributaria, la decepción. También, espontáneamente se sumó la gente más marginal, lumpen de la avenida 26 de Bogotá, mamados visceralmente de la injusticia.

Aquí se ve cómo, después de 50 años de guerra, una sociedad da sus primeros atisbos de ciudadanía libre, sin miedo a los rótulos y a las formas del conflicto armado. Ya la estrategia para mostrar la inconformidad no son los fusiles, sino la interpelación ciudadana en el derecho constitucional de la protesta social. Sin embargo, el gobierno colombiano no ha dejado atrás las viejas lógicas bélicas del enemigo y sobre esos rieles ha intentado responder a los reclamos sociales. Antes de iniciar el paro nacional ya empezó, como si se tratara de una estrategia de comunicación gubernamental, a construir la idea del terror desatado por “vándalos”. Algunas familias ‘clasemedieras’, guiadas por ese mensaje, corrieron a abastecerse con alimentos no perecederos. Una de las vecinas del barrio en el que vivo habló de la necesidad de construir refugios como si se tratara de un bombardeo sobre Londres en la Segunda Guerra Mundial. Para afianzar el mensaje de manera contundente, un ejército de vándalos –ahí sí– salió a hacer su despliegue en la noche del jueves 21 y el viernes 22 de noviembre, que abruptamente dejó de salir cuando se registró desde teléfonos celulares cómo se bajaban de carros de la policía. Este uso arbitrario de la categoría “vandalismo” ha sido la médula de la estigmatización de la protesta social y ha usado como plataforma a los medios de comunicación.

El manual de directrices de la BBC dice: “Nuestra credibilidad se ve socavada por el uso descuidado de palabras que con lleven juicios emocionales o de valor”. La BBC evita el uso de la palabra “terrorista”, a menos que se ponga en boca de alguien. “Deberíamos informar sobre los hechos tal y como los conocemos y dejar las valoraciones a otras personas”, señala.

En las capturas arbitrarias en El Carmen de Bolívar –documentadas por Dejusticia–, una vez detenían a los campesinos, los militares llamaban a los periodistas. Ahí llegaban, le tomaban una foto al señor o a la señora como si fuera un criminal y al día siguiente aparecían en las noticias. Nunca contrastaron fuentes. Aquí hay un periodismo valiente que ha servido para destapar los peores crímenes dentro del poder, pero también hay un mea culpa pendiente, un juicio moral por la manera como se reproduce el maquiavélico oficialismo y se contribuye a construir un enemigo en los ciudadanos.

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