A Ado

Es muy difícil escribir algo sensato en estos días y, sin embargo, tan necesario. Mientras trazo estas líneas han pasado 14 días desde que iniciamos el aislamiento en casa. Desde muy temprano entendimos que el golpe económico para sostener esto nos obligaría a entrar en una lógica de absoluta austeridad. Mientras mis vecinos asan pollo de manera generosa, yo – como una demente- administro celosamente cada taza de arroz. En Colombia, en este momento, hay distintos niveles de consciencia de lo que ocurre. En un barrio juegan dominó en la esquina, en otro solo se escucha pasar un carro de la policía con una voz lacónica a través de un megáfono que le recuerda a la gente hay toque de queda.

“Para qué zapatos, si no hay casa”, decía aquel personaje de La vendedora de rosas. Y es verdad, cómo se queda en casa la gente que no tiene. De eso estamos hechos también. El Covid19 ha recorrido el mundo, pero su comportamiento aquí en Latinoamérica será inédito. Una masa con algunos privilegios clasemedieros se pregunta cómo hay gente que no hace caso, cómo hay gente que se sigue exponiendo en la calle intentando ganarse la vida.

Nunca olvido un relato de Amartya Sen, en su libro Desarrollo y Libertad, en el que cuenta que una tarde de su infancia en Dacca, sus juegos en el jardín de su casa fueron interrunpidos por la entrada intempestiva de un hombre sangrando. Tenía un cuchillo clavado en la espalda. Eran tiempos de enfrentamientos entre hindues y musulmanes, explica Sen, la antesala de la división entre la India y Pakistan. El caso es que el hombre herido era un jornalero musulman, llamado Kader Mia, que trabajaba en una casa cerca de allí por unos pocos pesos. Era una zona hindú, así que había sido apuñaleado en una calle de ese sector por un grupo de radicales. Mientras el niño Amartya y su padre le prestaban ayuda, Kader Mia -moribundo- les contaba que su mujer le había dicho que no fuera a esa zona tan hostil en esos momentos críticos. Él, sin embargo, tenía que ir a buscar trabajo porque no tenían qué comer. Para Sen fue concluyente que la extrema pobreza puede hacer de una persona -como Kader Mia y como tantos otros- una víctima irremediable de la violación de otros tipos de derechos. Incluido, por supuesto, el derecho a la vida. Hoy hay gente que, en la lidia de garantizar la comida para su familia, se están exponiendo al Covid19 y seguramente enfermarán. Quedarse en casa para ellos no es una posibilidad. La gente corre a señalar al mototaxista o al trabajador informal, a preguntarse qué tiene en la cabeza para seguir exponiéndose al virus, pero no plantean esos cuestionamientos sobre los porteros de los edificios donde viven o sobre las cajeras de los supermercados o los mensajeros. Las condiciones de desigualdad se ponen de relieve, en especial porque sus contratos de trabajo son precarios y porque tampoco reciben una dotación ni entrenamiento adecuado para protegerse. Esta crisis es una buena oportunidad para hacernos profundas preguntas políticas y sociales, así sean dolorosas las respuestas.