Recuerdo la última vez que estuvimos en Guernica. El vasco de mi alma, mi Jesús Sáez de Ibarra, quiso que lleváramos a nuestros hijos, entonces muy pequeños, a fotografiarlos junto al árbol del Guernica. La primera foto fue junto al viejo tronco seco del árbol, que se guarda en la Casa Consistorial de la Villa Foral y que recordaba los tiempos más difíciles del País Vasco, bajo la égida de Franco. Después, los llevó a la sombra del árbol actual, frondoso y altivo, que, por cierto parece estar enfermo en la actualidad y bajo tratamiento de los expertos. Es el símbolo de la libertad del País Vasco. Me parece recordar sus caritas serias con el desconcierto de la ignorancia inocente y el cansancio del recorrido.

En estos más de ochenta años que representan la fuerza de la memoria de lo que fue Guernica un 26 de abril de 1937, el día de la ignominia: era día de mercado, cuando más personas acudían de los pueblos cercanos con la ilusión y la alegría de convivir. A las cuatro de la tarde los Cazas alemanes de la Legión Cóndor, la Aviación Legionaria Italiana de Mussolini y el ejército franquista, unos cuarenta aviones, reventaban bombas incendiaras y arrasaban el pacifico pueblo de Guernica, cumpliendo las ordenes de Hitler con la connivencia y ayuda de Franco, que siempre negó su participación en el atroz crimen, y que pretendía dar, al mismo tiempo que satisfacer a Hitler –del que tuvo la imprescindible ayuda para ganar la Guerra Civil–, un escarmiento a “las ínfulas libertarias de los vascos”. Y Guernica, la precursora de Nagasaki e Hiroshima, fue arrasada sin piedad. ¿Será Alepo la próxima Guernica? ¿Cuántas más vendrán? Por ahora la vida en esta ciudad, aunque la ONU dijera hace unos años que cuando frente a los crímenes de guerra, un estado falla en proteger a su población, entonces la comunidad internacional debería prepararse para tomar “una acción colectiva y oportuna”, Alepo es una interrogante.

Cómo es la vida en la sufrida Alepo ahora: bombardeos a plena luz del día. Hospitales abrumados por el número de heridos y muertos. Servicios de agua y comida menguados. Suministros médicos limitados a casi nada, con la terrible carestía de la anestesia casi inexistente y bebés muriendo sin ventiladores en pisos sucios en las pocas instalaciones atestadas. Y todo está ocurriendo en un tiempo real que representa un infierno de la vida y la muerte en la un día entrañable ciudad mediterránea. Hoy protagonista en todas las redes sociales seguida desde los computadores sin una solución cercana y rápida.

Acudo al Nelson Mandela cuando desde su inolvidable papel en Invictus comentaba, como actor “siento que tengo la responsabilidad de dejar un mundo mejor cuando ya no esté y ahora mismo, en estos tiempos tan duros, de tanta incertidumbre, estoy convencido que lo superaremos todo en este presente y en lo que está por venir, porque la esperanza, el motor que impulsa a la humanidad, nos acompañará siempre”.