Colombia está inundada de coca. Solo Nariño, con el 27% del total nacional, tiene hoy más cultivos de hoja de coca que toda la extensión del Perú. Una doble vergüenza, porque, además, seguimos ocupando el deshonroso primer puesto como el mayor país productor de coca del mundo.
El asunto no es nuevo. Estados Unidos ya nos había notificado el año pasado que, según sus mediciones, habíamos alcanzado el récord de 209.000 hectáreas de coca, un 11% más que en 2016.
Ahora es Naciones Unidas la que advierte del crecimiento de los cultivos ilícitos que alcanzan ya las 171.000 hectáreas, 17% más que en la última medición de 2016. Bo Mathiasen, representante de la oficina de la ONU contra las drogas en el país, dijo que el Gobierno anterior prometió más de lo que podía cumplir y no logró una adecuada coordinación ni planeación a la hora de promover y ejecutar acciones de erradicación forzosa y sustitución de cultivos. Lamentable.
El diagnóstico está hecho: estamos nadando en coca. Y además, sabemos donde: Nariño, Putumayo, Norte de Santander, Cauca, Antioquia, Caquetá y Bolívar concentran cerca del 80% de las áreas cultivadas en el país. 120.000 familias derivan su sustento de la hoja que mata y que genera el combustible de una guerra sin tregua a la que hoy se han vinculado hasta narcotraficantes mexicanos.
El país no soporta más promesas incumplidas. Este es un problema crónico que golpea a comunidades vulnerables en regiones distantes donde las economías ilegales han consolidado su poder a sangre y fuego durante décadas y que ahora se han venido reacomodando tras el acuerdo con las Farc. Mientras, miles de personas, por falta de oportunidades, siguen condenadas a la pobreza y a la exclusión.
En dos semanas, el presidente Iván Duque revelará un plan antidrogas y es clave que quienes estén trabajando en esta nueva política, más allá de centrarse en la reactivación de la fumigación aérea con glifosato, consideren los análisis de centros de pensamiento como la Fundación Ideas para la Paz que plantean el diseño de una estrategia “aterrizada” con metas razonables y sostenibles en el tiempo.
La FIP propone que se ponga fin a la disonancia institucional y a la dispersión de recursos; que se intervenga con seguridad y justicia las zonas vedadas garantizando protección a las comunidades en riesgo; que se dé continuidad a la sustitución apoyando a las familias en el tránsito a la economía legal y que se golpee las finanzas de las organizaciones criminales y sus vínculos con la legalidad, entre otros alcances que puedan ser monitoreados y evaluados permanentemente.
El desafío es descomunal porque el problema lo es y requiere una estrategia integral con recursos, liderazgo y continuidad. Una verdadera política de Estado que logre una disminución sostenible de los cultivos y que le devuelva la esperanza a estas zonas, azotadas hoy por el asesinato de los líderes sociales, las disputas territoriales de los armados ilegales y la deforestación de sus bosques. Inaplazable.