En tiempos de crisis social, no existe otra herramienta democrática distinta a la participación ciudadana para consensuar los cambios institucionales que una sociedad, como la nuestra, reclama. Transformaciones para fortalecer la democracia, combatir la desigualdad, defender la vida y el estado social de derecho y no simplemente medidas para restablecer el orden mediante la restricción de libertades civiles. De esa última fórmula esta repleta la historia de Colombia y su eficacia está en entredicho.
Los reclamos de la ciudadanía en tiempos de pandemia exigen ajustar estructuras institucionales que no ayudan a resolver la crisis sino que, por el contrario, obstaculizan la solución de los conflictos sociales. Es la disonancia entre lo que pide la calle y lo que puede gestionar la institucionalidad cuando los actores políticos tradicionales continúan creyendo que aquí no pasó nada. Los mismos que pretenden echarle la culpa a la Constitución de 1991 de patologías originadas en la forma como se hace la política en el país.
Los disensos y la violencia verbal hoy tan en boga se pueden transformar en consensos, si logramos conectar las demandas ciudadanas con diálogo y liderazgos colectivos, sin imposiciones unilaterales ni nuevos caudillismos. Hay que recuperar el valor del consenso y fomentarlo en los espacios de diálogo deliberativo con los jóvenes, pregonando su efectividad como base del cambio que las nuevas generaciones reclaman. Por ello creemos que una consulta popular que apalanque la nueva agenda social de Colombia debe enriquecer y motivar el primer proceso de participación ciudadana juvenil que se realizará el próximo 28 de noviembre. Una oportunidad que no puede desperdiciarse.
La deliberación pública, en el marco de los mecanismos de participación ciudadana, es irremplazable para generar los consensos indispensables para que las reformas gocen de legitimidad democrática. Es lo contrario a la polarización y el extremismo que hoy contamina los escenarios preelectorales y prende alarmas por la violencia que tanta crispación ha traído al país en las últimas décadas.
El diálogo social como forma de convivir, gobernar y sintonizarse con el contradictor. El gran déficit de confianza institucional se recupera en el debate entre ideas diversas y contrapuestas como un acto de dignidad, respeto y reconocimiento del otro. El conflicto social seguirá y nuestro deber es desarrollar la capacidad de diálogo para la concertación y la construcción de consensos.
Por ello, lo ideal es no esperar mas y solucionar democráticamente esta debacle social antes de las elecciones. De otro modo, los escenarios electorales de 2022 serán presa fácil de los extremos que siguen tensando la cuerda: el populismo y el autoritarismo. La agenda social no es patrimonio exclusivo de nadie; ni de la izquierda, ni de la derecha, ni del centro. Mucho menos de los violentos.
El mundo académico, los centros de pensamiento, las diversas plataformas de diálogo social y las movilizaciones ciudadanas que hoy le apuestan a las posibilidades de una nueva agenda social para Colombia son precisamente la antítesis de la radicalización que muchos irresponsablemente pregonan como salida a esta crisis.
El diálogo social es necesario hoy mas que nunca para unir, integrar, avanzar y desactivar la crisis. Antes de caer en ese abismo de la polarización agudizada por la próxima campaña electoral, debemos apostarle a unir al país alrededor de la única vacuna que funciona contra el virus de la desigualdad: una plataforma de reformas que traiga paz social y gobernanza social. Que repare el tejido social que la pandemia, la mala política y las malas políticas han roto ante la indolencia de muchos. El diálogo es la cura para el alma de una nación golpeada por la incertidumbre y el miedo a caer en el vacío.