La pandemia nos trasladó a un país en donde la economía de mercado le quitó terreno al progreso democrático. Debatir entre vida y economía es una falacia, pues la primacía social o política, de una de ellas, depende de donde cada uno se ubique. La relación entre economía y democracia en nuestra historia ha estado signada por violencia, privilegios disfrazados de defensa de propiedad privada, instituciones hechas por y para minorías y una cultura política de ambigüedad.

Se reconoce la complejidad de esta relación solo para reclamar responsabilidad y resiliencia por parte de los demás; pero, para sí mismo se impone la ascendencia, asumiendo que se tiene un derecho natural.

Se debate si la democracia liberal es aquella que ha surgido en naciones que se han orientado a modelos económicos de mercado, neoliberales. Lo cual no es necesariamente cierto, y la China es un buen ejemplo; allí se refuerzan el autoritarismo y la economía de mercado. En Colombia, defendemos el mercado como un principio, en una sociedad basada en la desconfianza, sin compromiso, que obstaculiza la democracia, sin consensos y con imposiciones y verticalismos disfrazados de legitimidad.

Priman las amenazas, decisiones unilaterales (que presentan como acuerdos aquello que es correcto y válido para quien hace la consulta), reglas de decisión confusas, discrecionales y procedimientos reglados para controlar la participación ciudadana; mientras sectores preeminentes y prominentes en la sociedad no responden y no reconocen sus errores. Todo esto está en la base de nuestra cultura política preñada de velos autoritarios.

En ese contexto político llega la pandemia, con unos gobiernos convencidos de que los ciudadanos solo debe ser disciplinados y aceptar con estoicismo las imposiciones del poder. Poder que asumen como fin y medio para conservar sus privilegios y dictaminar la existencia de los demás. Los ciudadanos entonces solo tienen el recurso de la obediencia. Estamos retrocediendo a aquellos momentos en donde entre la economía y la vida primaba la primera.

La propaganda sistemática, con alienación ideológica, hace difícil la democracia pluralista, en la cual no se imponen las preferencias de fines, medios y objetivos sin ofrecer razones y sin debatir. La invasión gubernamental de la vida ciudadana, con medios de comunicación que organizan su agenda informativa con la del poder, subordina a los ciudadanos hasta el sometimiento.

Se defiende primero la economía; por ello, los recursos multimillonarios del sistema de salud se regalaron a las EPS que no atienden la pandemia y paralizaron la atención en salud. La diaria alocución presidencial es propia de modelos autoritarios, basada en una estrategia falaz de comunicación de repetir mil veces lo mismo.

Un gobierno racional corrige sus decisiones incorrectas y generaliza y consolida los logros; el nuestro no hace ni lo uno ni lo otro. Para ello se requieren sensatez y competencia. No tenemos por qué aceptar solo las alternativas que se acomoden dentro de las instituciones; y menos si provienen de gobiernos corporativos.

No “todos los problemas tienen solución dentro del orden institucional existente” (Charles Lindblom), pues en la política se construyen posturas y no preferencias.