Los recientes acontecimientos son un brutal retroceso a antes de la Constitución de 1991. En estos días de convulsión política la soberbia coloniza la institucionalidad y la participación se fundamenta en la dignidad. Se nos pide defender la institucionalidad de minorías proclives a la antidemocracia y esporádicamente liberales. Institucionalidad que exige legitimidad, aunque pocas veces nos convenga. Y ahora que los ciudadanos la necesitan son descalificados, con el argumento de que la participación es mala, vandálica, tiene subvención extranjera y atenta contra ella. Institucionalidad insolidaria que no tolera demandas sociales, discrepancias y otras formas de pensar, y solo admite ciudadanía si se alinea con los intereses de las élites. Puesta a prueba su capacidad de inclusión, abiertamente declara la guerra y la violencia contra jóvenes y pobladores que protestan. Desde el poder se defiende la institucionalidad sin participación y la ciudadanía no es asumida como institución.

Con sorpresa descubrimos que la institucionalidad se diseñó por y para el servicio de unos pocos. No responde al interés de toda la nación. Es esa institucionalidad excluyente la que produce inequidad, injusticias y tan poca democracia que, ante las primeras dificultades, sus naturales beneficiarios ordenan disparar contra la población y promueven grupos civiles armados contra las protestas, amparados por agentes públicos que los dejan acceder a los sitios en donde se encuentran los manifestantes. Esto no es muy distinto de lo que hace el gobierno venezolano. Temíamos volvernos Venezuela, pero ya, con creces, nos parecemos. Aquello que en Venezuela nos parece malo, en Colombia es bueno y justificado. Esto ha merecido el rechazo del mundo libre, al que hipócritamente decimos pertenecer.

En Colombia, la institucionalidad se promueve como correctamente contraria a la participación ciudadana y es presentada como democrática y pacífica; mientras que la participación se cataloga de ilegítima, violenta y antidemocrática. En consecuencia, se nos exige aceptar la institucionalidad. Se nos impone protegerla como lo más conveniente y correcto. Cualquiera que la cuestione es enemigo y es perseguido. Para el orden establecido es conveniente la institucionalidad, no así la participación para la democracia.

Nos encontramos en una sociedad en caos, irreconciliable y con un orden decadente. Nuestras instituciones, a pesar de su formalidad, son una calamidad para el país y un estorbo para la construcción democrática. Su legitimidad se soporta en la propaganda antidemocrática y la supuesta amenaza del castrochavismo. En realidad, la preocupación es la retención del poder en el 2022 para una minoría, como si mereciese retenerlo después de semejante fracaso y ausencia de gobierno. Se agotó la política tradicional y, por ello, o lo entienden y obran en consecuencia, o nos llevan definitivamente al autoritarismo, violencia e irrespeto a los derechos ciudadanos.

PD. No queríamos ser Venezuela y ahora, con este gobierno, no nos podemos parecer más. Quizás por ello en Europa, las actuales manifestaciones claman: “los colombianos no aceptaremos una dictadura”.