El parlamento es una expresión de un régimen representativo por su método de elección. Es un pilar fundamental de la democracia y se espera que represente a las mayorías, no solo electorales, sino sociales y políticas. Los parlamentos son el reflejo de lo que es una sociedad; del tipo de democracia. Pero una cosa es la apariencia y, otra bien distinta, la realidad. Cuando hablamos de los congresistas, hablamos de nosotros, sus electores. El Congreso de Colombia es una verdadera calamidad, por sus integrantes y por los partidos que representa. Estaríamos mejor sin todo eso.

La división de poderes, en nuestro caso, es insuficiente para lograr una sociedad justa, equitativa y más democrática. El Congreso ha participado para hacer de Colombia una democracia formal, vacía de contenido. En él hacen presencia fuerzas políticas que representan intereses sociales, pero para los más vulnerables de los colombianos, no queda muy claro para qué sirve.

Llevamos décadas observando cómo numerosos legisladores han estado vinculados con la corrupción, delito e inmoralidad pública. Cuando legislan, el trámite, celeridad y resultados dependen de los intereses en juego. Si es para su beneficio, o el de grupos particulares, son expeditos, diligentes y eficientes. Cuando se trata de legislar para los ciudadanos, son parsimoniosos, negligentes, todo lo aplazan y ocultan, con apariencias, “micos” y artimañas propias de delincuentes. Cuando quieren beneficiar a sus amigos o financiadores electorales, perjudicando a los ciudadanos, son expeditos (reformas tributarias, políticas y sociales regresivas) y debaten sin seriedad y responsabilidad. Igualmente, se dispensan de su deber de legislar correctamente, a través del manido e indecente mecanismo de inhabilidades, para decidir cosas inconvenientes y sin responsabilidad. En el Congreso se respira un ambiente de trampa, manipulación y antidemocracia, en donde prima la mentira, traición, deslealtad y ventaja personal. No es la moral pública ni la ética civil lo determinante. Se reduce la democracia a un débil ropaje que no logra ocultar toda la mezquindad.

Para completar este desolador panorama, trabajan poco, tienen más de cuatro meses de vacaciones, con baja producción legislativa y nulo control político al gobierno. Al inicio de la pandemia, el Congreso no sesionó, o lo hizo de mentiras, cuando la mayoría de los colombianos necesitaba desesperadamente un Congreso a su lado. Durante las legítimas protestas sociales y políticas antigubernamentales, estuvo de espaldas a la ciudadanía. Y como un mal no llega solo, cuando se tramitaba un proyecto para reducir en un mes los cuatro de sus vacaciones, lo hunden a través del mecanismo más cobarde: impedir el quórum para hundir el proyecto que, de paso, los hubiese ayudado a reconciliarse con la ciudadanía, que hoy no da un centavo por un desprestigiado y despreciable Congreso. Los congresistas tienen honorarios insultantes, prebendas y prerrogativas, y son casi intocables. Los caracteriza la vagancia y unas vacaciones de las más extensas del mundo, su poca productividad bien pagada (de la más alta del mundo) y su tendencia a lo indebido.