Cada vez más las élites utilizan lo que entienden como democracia en contra de la Constitución, instituciones y leyes; y estas a su vez con frecuencia diluyen la democracia. Quienes están en el poder y se benefician de él, formalmente o por caminos torcidos, están echando por la borda lo que llamamos democracia. Tenemos una democracia indecisa, con un régimen hibrido que oscila entre democracia y expresiones autoritarias; que no puede garantizar la seguridad de los colombianos y menos aún controlar la desmedida corrupción que los sojuzga; tampoco consolida la unidad e identidad nacional, ni da claridad sobre las reglas de juego para configurar el poder.

Hoy el poder político se expresa calamitosamente con un Congreso desprestigiado y corrupto, unos partidos débiles, incoherentes y sin proyecto de nación, una justicia impotente ante las crecientes demandas sociales, una exclusión e inequidad social, y unas fuerzas armadas y de seguridad gubernamentales que con frecuencia inspiran ilegitimidad, desconfianza y hasta temor. Los órganos de control son intervenidos por el poder para no ser controlado, simulando que tenemos instituciones independientes, lo cual es apenas medianamente cierto. Mientras tanto el poder está cada vez más concentrado.

Colombia no solo es una democracia defectuosa, sino una muy mala democracia, con una creciente dimensión autoritaria y tramposa. Abundan gobernantes y altos funcionarios del Estado que no respetan la ley ni las instituciones; y ven en la participación política y ciudadana, ejercida por los más excluidos o minorías étnicas, una amenaza, un despropósito o un obstáculo para sus intereses particulares. Este es un país que cree que todo se resuelve con cárcel, que los pobres lo son por vagos, que los ricos lo son porque es natural, y que aplica la pena de muerte como si nada. Aquí se divide a colombianos entre buenos y malos, y cualquier crítica en la sociedad es vista como perversa. Y como si lo anterior fuese poco, la dirigencia política y privada confunde los intereses de la nación con los suyos.

Pero la muy poderosa minoría ha ido perdiendo su liderazgo nacional, social y político, por seguir creyendo tozudamente que el país es para unos pocos y no para todos; que nuestra democracia, así sea solo formal, es para unos y no para todos; que la riqueza y los ingresos nacionales son para unos y no para todos; que las instituciones deben estar a favor de unos y no de todos; y que desconoce que los sistemas de educación y salud no son universales e iguales para todos. Y ahora, irónicamente hablan de fraude al perder las elecciones, cuando siempre ha habido fraude a su favor y ella controla el andamiaje electoral.

Lo mínimo que se podría decir es que las élites políticas han llegado a tal grado de necedad e insensatez que afirman que un sistema que ha sido hecho para minorías es malo porque, por esas cosas de la política, por una vez favorece a sectores que no estaba previsto que llegaran en mayoría al Congreso. Las elecciones del 13 de marzo las tomó descuidadas y entonces ponen el grito en el cielo, como si estuviésemos ante una catástrofe.