Desde que se reinició el proceso democrático electoral colombiano en 1958, el sufragio ha estado, casi siempre, viciado por la restricción política, el fraude o por la violencia. De ahí que el nuevo presidente, como líder político, tiene el deber de consolidar la unidad nacional, para una democracia incluyente y para la paz. En esta oportunidad, muy a pesar de la polarización social, del odio y del miedo (promovidos desde el poder), endilgados a la oposición como un mecanismo de dominación y descalificación, el presidente electo es el resultado de la influencia de factores sociales e individuales. No se trataba, para la inmensa mayoría de colombianos, de imponer un gobierno para simplemente reconstruir el orden y la autoridad, sino principalmente para recuperar la justicia perdida y una paz que ha sido atropellada. Esto no lo entendieron las élites gubernamentales, que siguen divorciadas de la sociedad.
Los colombianos buscan y aspiran tener un gobernante que respete el derecho, la libertad y la justicia. Por ello nuestra democracia, para los colombianos de a pie, no es ver enemigos a la derecha o a la izquierda. El enemigo está en el autoritarismo, la exclusión social y la debilidad institucional. En una democracia madura no existen enemigos ideológicos. Pero en Colombia, unas minorías en el poder la convirtieron en el dominio de todos los “malos” y males, convencidas de que el Estado se mantiene solo con palabras; contrario a lo que pensaba Nicolas Maquiavelo, en su tratado sobre El Príncipe. Así, lentamente se fue perdiendo la soberanía de la ley. En este contexto, los partidos no han sido leales con la democracia; y por ello se han aprovechado de ella para facilitar la realización de intereses particulares, en detrimento del interés público. Cuando la democracia es aprovechada por alguien que impide que los demás, incluidos sus adversarios políticos, se defiendan con el mismo sistema, esta se convierte en oprobiosa, tiránica y excluyente.
La aspiración ciudadana, expresada ayer en las urnas, es que el presidente se oponga a toda arbitrariedad y a la inmoralidad pública. Un presidente debe tener como motivaciones el programa político y la obligación personal de trabajar para la sociedad, más que la búsqueda del prestigio social, la sociabilidad, el juego de la acción política o la adulación. Por lo anterior, no es aceptable que el horizonte político se soporte en algo ruin, menesteroso y de mal gusto. Así mismo se espera, del próximo gobierno, que no emule lo de siempre: despreciar al Congreso o intentar comprarlo; pues así lo convierte en una institución inútil. Aunque los parlamentarios parecen insaciables, y de alguna manera son el reflejo de una decadencia moral y política del país, su repugnante actuar y la mediocre actividad legislativa podrían atenuarse positivamente con el libre juego de los partidos políticos. Partidos invisibilizados y que se han replegado por causa de un régimen político que los hace fácilmente sustituibles y les reduce posibilidades reales de actuar con legítima discrecionalidad.
Ayer elegimos una nueva oportunidad, si no reconstruimos enemigos.