El Estado colombiano terminó diseñado para servir legítimamente a unas minorías que han hecho fortuna con el delito y el saqueo de lo público, ultrajando a los demás o poniéndolos a su servicio. La Constitución de 1991, muy a pesar de su buen diseño, la expectativa que creó, el progreso que pudo significar y la voluntad de sus gestores, ha sido tan alterada que hoy alimenta el beneficio egoísta de unos grupos, no permite combatir con éxito el crimen, el delito, la exclusión y desigualdades y ha legitimado el secretismo de quienes han gobernado y tienen poder.

Buena parte de quienes estaban en el poder habían elevado a una categoría suprema el hecho de que las relaciones con los gobernados debían basarse en conservar el secreto de todo y en mantener su capacidad y derecho de espiar a sus “súbditos”, defendiendo el espionaje interno como necesario. Han creído tener el derecho de conocer las intenciones ajenas pues las presumen nefastas. Ahora que no están en el poder reclaman, a los recién llegados a él, que les den a conocer todas sus intenciones, aludiendo que solo las de ellos son las verdaderamente nobles y democráticas. Exigen que se les entregue la información que nunca daban por la desconfianza en los ciudadanos y por la convicción de que los sectores más pobres y excluidos solo persiguen intereses particulares.

Los anteriores gobiernos habían logrado poner la Constitución a su servicio; y la democracia la entendían como aquella manera que les permitía controlar todo. Por ello, fueron desvirtuando el diseño de la Constitución de tal manera que hoy cunde la antidemocracia en todos los rincones del sistema político y sobre todo del sistema social. Ya no tenemos la misma Constitución de 1991. Quienes hoy están en la oposición, rechazaban, descalificaban y perseguían la oposición política y social, por odio y desprecio; y su incomodidad con la Constitución los llevó a minar o reducir nuestra democracia a menos de los mínimos.

Hoy algunos líderes de poderosos gremios, sin reato, convocan a actuar de manera paralela al sistema político; y bajo el disfraz de la reacción solidaria inmediata intentan, por odio ideológico al nuevo gobierno, reconstruir la ruta de una plataforma neo-parapolítica y sustituir al Estado. Con cinismo dicen actuar en nombre de la libertad, la democracia y sus derechos que son considerados superiores a los de la mayoría.

A algunos sectores sociales les incomoda la democracia, la Constitución y la legalidad si no las pueden manipular o poner a su servicio y si no les permiten agrandar sus fortunas y fechorías que disfrazan de “institucionalidad”. La oposición de hoy parece olvidar que es responsable de los problemas sociales, políticos, económicos y de ilegalidad que tenemos.

La Constitución de 1991 terminó convertida en una colcha de retazos, sin coherencia y con instituciones que no se alinean con la democracia. Solo es admitida para mantener mínimos democráticos; ha sido convertida en un compendio de normas cuasi legales para organizarle la vida a unos pocos que añoran regresar al poder para volver a jugar impunemente por fuera del sistema, como lo han hecho desde el siglo XIX.