Vivimos en una sociedad permeada por la tecnología y los medios de comunicación. El siglo XXI es un siglo de globalización y de cambios, cosa que me parece fantástica, siempre y cuando se sepa manejar.

Yo crecí en una época muy tranquila, donde el contacto físico era primordial, teniendo en cuenta que no existían las redes sociales. Jamás supe lo que era sufrir porque no me pusieran un me gusta en Instagram.

Así mismo, no conocí el encanto de Google, pues Encarta fue mi enciclopedia estrella. Hoy, solo basta con un simple clic y unas cuantas palabras para enterarnos de todo (hasta de cosas que no debemos enterarnos a cierta edad).

El juego también jugó un papel fundamental en mi infancia, pues a la hora del recreo jugaba a la peregrina, hablaba con mis amigas o hacía deporte. Hoy, los jóvenes se sumergen en las redes, perdiendo así la magia del contacto físico.

Puedo ver cómo los adolescentes sufren por la falta de un like, por el bullying cibernético, por no poder viajar durante el verano y subir la foto a Instagram, por no estar incluidos en un grupo de WhatsApp, y así, puedo continuar hasta llegar a una larga lista de episodios incomprensibles, pero reales para esta era millennial.

Lo anterior no es una crítica. Confieso que me hubiese encantado disfrutar de las nuevas tecnologías antes de mis 18 años, sin embargo, siento que se está saliendo un poco de control.

Una preocupación muy común que vemos en consulta, son los altos niveles de ansiedad que manejan niños de muy corta edad, debido a que existen algunos padres que le tienen miedo a sus hijos, prefieren comer, tomar, hacer y decir lo que ellos digan antes de imponerles una norma. Mientras el colegio los castiga por su bajo rendimiento o mal comportamiento, ellos se lo celebran en casa.

Lo cierto es que algunos padres actualmente, quieren ser los mejores amigos de sus hijos, dormir con ellos hasta edades avanzadas, no quieren verlos sufrir y por ende no los dejan frustrarse. Confían en todo lo que dicen las redes sociales sobre la educación nueva y millennial, y creen que las redes sociales son ese fin que justifica los medios para que sus hijos encajen dentro de la sociedad.

Sin duda, estos padres están dando todo de sí para darle lo mejor a sus hijos, pues ser padre no viene con un manual de instrucciones. Está claro que lo que intentan es proteger a sus hijos a toda costa y evitar que su historia, en caso de ser negativa, se repita; eso lo aplaudo y lo comparto.

Sin embargo, así como existen los premios, debe existir el castigo; así como existen los permisos, deben existir las reglas, pues toda sociedad se basa en normas que debemos seguir desde que nacemos. Algunas nos gustan, otras no, pues siempre habrá un malestar en la cultura y de igual forma, habrá que respetarla.

Cuando crecen, estos son los niños que se quieren comer el mundo, pero no de la manera más sana. Son adultos que crecen sin empatía, sin afecto, sin saber perder, sin saber lo que es caerse y levantarse, sin saber afrontar una adversidad; dependientes, ansiosos, obsesivos, narcisistas y/o en ocasiones, depresivos.

La educación de los hijos no es trabajo fácil, algunos dirán que es muy sencillo hablar de ello y no hacerlo y les doy toda la razón. Pero lo que sí es cierto es que siendo personas que nacieron en el siglo XX, no se pueden dejar amenazar por la globalización de este nuevo siglo.

No se trata de castigar a los hijos sin razón, se trata de crear consciencia, de educarlos y de contribuir en su desarrollo psicoafectivo, teniendo en cuenta que las vivencias de la infancia son las que determinarán su identidad y su personalidad.

Tampoco se deben negar los beneficios que trae la modernidad, sino utilizarlos a su favor y combinarlos con la sabiduría del siglo pasado, para así lograr un balance que ayude a formar personas con salud mental y con menos problemas que suelen sonar sencillos, pero que, en ocasiones, pueden acabar con la vida de una persona.