Como toda psicóloga clínica, tengo un sofá en mi consultorio, que en psicoanálisis, llamamos diván. Luego de atender a mis pacientes me pregunto el efecto que este tiene en la evolución de la sesión.
Por este motivo, decidí sentarme en mi propio diván, ese desde el cual he recibido los miedos más profundos e inconscientes de ciertas personas, sus alegrías, lágrimas, frustraciones, y sueños.
El diván tiene un efecto poderoso. Independientemente de su comodidad, este nos permite realizar una catarsis, soltar todo lo que tenemos dentro, y sentirnos un poco más aliviados; o sentir miedo y dolor ante nuestros sentimientos, esos que nos cuesta tanto sacar, pero que debemos aceptar.
Sentada aquí, pienso en el diván como un aliado, como aquel que recibe nuestras frustraciones y pensamientos más insólitos, esos que creemos que nadie quiere ni debe escuchar pero que se deben decir en voz alta para encontrarles sentido.
Muchos pacientes me dicen frases como: “me parece absurdo lo que estoy pensando”; “no entiendo por qué tengo ese miedo”; “¿será que esto es normal?”; “¿estoy loco/a?”, entre otras.
Siempre trato de hacerles ver que nada de lo que decimos es casualidad. Cada palabra que sale de nuestra boca tiene un significante y un significado. Por algo está esa persona ante mí diciéndolo, por algo ese pensamiento surge en ciertos momentos, y por algo, sale a relucir en la sesión con el poder sanatorio que tiene la misma palabra y el hecho de darle valor.
En ocasiones restamos importancia a nuestra palabra y peor aún, a nuestros actos. Y son precisamente esas palabras y esos actos los que nos llevan a ser quienes somos. Son justamente esas palabras escuchadas en la infancia las que nos marcan y esas demostraciones de afecto, o la carencia de ellas, las que nos hacen estables o inestables emocionalmente.
Siempre he pensado que las palabras pueden herir o sanar y que la decisión está en nuestras manos. Sin embargo, en consulta, la palabra así hiera, es necesaria. El pensamiento así sea obsesivo, es inevitable. La frustración así mortifique, hay que liberarla y el inconsciente por más oculto que se encuentre, hay que aflorarlo.
Mientras estaba sentada, claramente me encontraba en silencio con mis pensamientos, lo cual me llevó a pensar, valga la redundancia, en el miedo que existe ante el silencio y cómo este tiene grandes cosas que contarnos.
Al igual que en cualquier interacción social, durante la sesión, el silencio puede generar incomodidad. Existe el mito de que se debe “romper el hielo” ya que, de lo contrario, una cita puede resultar siendo un caos y un perdón puede nunca llegar a su destino.
Es importante tomarnos el tiempo para disfrutar del silencio y para apreciar su importancia. No le tengamos miedo a nuestra mente y a nuestros pensamientos, pues si bien estos pueden atormentarnos, también son los que le dan poder a la palabra y, por consiguiente, al acto.
Cuando me siento en el diván de mi terapeuta en ocasiones siento lágrimas en mis mejillas, en otras siento felicidad, pero también, miedo y angustia. Sin embargo, al final, siempre siento paz, siento que me libero y salgo con la convicción de que debo seguir mi proceso, que aun cuando sea doloroso, es necesario para mi desarrollo.
Estos sentimientos ambivalentes pueden ser experimentados por quienes se sientan en el diván. Sacar a relucir nuestros demonios internos nos causa terror, pero más terror aún nos debe generar el hecho de cometer una y otra vez el mismo error sin saber por qué, o pensar una y mil veces lo mismo, deseando callar por completo nuestra mente.
Paradójicamente, debemos hablar para sanar y callar para reflexionar. Entender el por qué de nuestros pensamientos y de nuestros actos es una de las cosas más liberadoras que existen, un sentimiento inigualable que quiero invitar a que todos experimenten. Así que no le teman al diván, abran la puerta para conocerse y mejor aún, para conciliarse con su pasado y para volar en su futuro.