Hay que dar el primer paso en el camino de la aceptación.
Hace poco subí una foto a Instagram del día de mi compromiso matrimonial. Debo confesar, al igual que como lo hice en el post, que dudé muchísimo si subirla o no, pues aunque era una foto en la que reflejaba una felicidad absolutamente genuina (de esas que poco se ven en las redes), como buena mujer, me parecía que salía fatal.
Primero pensé: el brazo me sale gordísimo. Luego: que vergüenza subir esa foto con esos ojos achinados que ni se me ve la cara a causa de mis ojeras. Más adelante: Dios mío, ¡mis dientes! Debo ir urgente a un odontólogo. Y así puedo continuar hasta destruirme por completo.
Luego de mirar la foto y decirme todas estas cosas tan negativas e hirientes, recordé que esa sonrisa era completamente verdadera, pues efectivamente se trataba de una foto casual para la cual no posé y era tan grande la sonrisa, a causa del vaivén de emociones que sentía esa noche, que resultaba inevitable que mis ojos no se achinaran.
Pues resulta que ese día, además de mi compromiso, era el 31 de diciembre. Esa fecha en la cual todos prometemos hacer dieta, no criticar, renunciar al trabajo y empezar un negocio propio, pero que pocos cumplimos, disculpándonos con el ser superior prometiendo que el próximo año sí lo haremos.
Esa noche sentí demasiada alegría y mucho amor ya que nuestras familias estaban reunidas acompañándonos con la mejor energía. Luego llegaron nuestros amigos a seguir prendiendo la fiesta, todos con una sonrisa inmensa (no sé si por efecto además de la champaña o del aguardiente, pero la felicidad era contagiosa).
Allí me di cuenta de que la felicidad no era solo mía, sino compartida. Y la felicidad así, compartida, es aún más completa.
Luego de mi último artículo, he pensado mucho en la felicidad sin filtros; en la felicidad real; en la auténtica; en esa felicidad que pocos conocemos. Y digo pocos, ya que la mayoría de las veces, estamos criticando al de al lado, deseando ser y tener lo del vecino, creyendo que no somos o tenemos lo suficiente.
Sentimos la necesidad de ponerle filtro a cada una de nuestras fotos por temor a ser juzgados, sin darnos cuenta de que aquel que nos juzga, muy seguramente tiene el mismo u otros defectos. Olvidamos que existen personas que envidian justamente aquello que nosotros odiamos y desean aquello que rechazamos (en términos muy sencillos, las personas delgadas quieren engordar; las que tienen el pelo liso desean tenerlo rizado, y así).
En sociedades como la nuestra, nos produce inseguridad no subir a las redes lo que el otro quiere ver, porque en cierta forma podemos ser masoquistas. Viajamos, comemos increíble, conocemos lugares alucinantes, pero hay que ponerle filtro a la foto. Porque aun cuando estemos en un país maravilloso comiendo como los dioses, nos enfocamos en aquél gordito que solo nosotros vemos o en el granito que nos sale en la punta de la nariz. Irónico, ¿no creen?
A las mujeres nos da temor ser criticadas y rechazas por tener celulitis, por tener estrías, por no tener abdominales marcados (como si nos estuviesen pagando millones de dólares por comer lechuga) y por tantas cosas triviales, que tendemos a olvidar nuestra esencia.
Con lo anterior no pretendo ir en contra de las redes ni de subir fotos increíbles de los lugares a dónde van. De hecho, les confieso que utilizo Instagram a diario y ¡me encanta! A lo que los quiero invitar es a subir fotos sin filtro; a que den el primer paso en el arduo camino de la aceptación; a que se quiten la máscara y se quieran como son, viviendo más en la realidad y dejando de lado la fantasía utópica de la perfección, la cual es inexistente.
Recuerden que los estereotipos pueden llegar a destruir, a deprimir y aumentar masivamente los niveles de ansiedad. Por esto, los invito a compartir con sus seguidores experiencias, alegrías, tristezas si así lo desean, pero que sean reales. No piensen tanto en el aspecto sino en la emoción que quieren irradiar y reflejar, pues de esta manera lograrán contagiar a los demás con su autenticidad.