Desde que tuve uso de razón le tenía fobia a los perros, increíble pero cierto. No podía ver a ningún perro, sin importar la raza o el tamaño, porque automáticamente me paralizaba.

Mi corazón comenzaba a palpitar más de lo normal, sudaba, gritaba, peleaba y, además, buscaba culpables. Era tal mi fobia que comencé a evitar lugares en los cuales sabía que podía estar un perro, o sea, casi todos. Ir a la casa de mis amigas era un auténtico caos porque ninguna quería encerrar a su perro, entonces yo las invitaba para no quedarme sin ellas. Estudié en un colegio en donde la directora caminaba por los pasillos no con uno, ni con dos, sino con tres perros. Era todo un calvario para mí.

Luego me fui a estudiar a Bogotá donde evitaba aún más cualquier situación que significase ver o sentir a un perro. Me invitaban a fincas, a parques, al famoso “Tambor”, y yo decía: no, gracias. Comencé a darme cuenta de que mi funcionalidad estaba en juego, que me estaba perdiendo de cosas extraordinarias por un miedo irracional y de que mi ansiedad estaba llegando a un límite.

Posteriormente llegué a Barranquilla y consulté a un psiquiatra, justo en el momento en el que decidí cambiar de ciudad y de carrera. El me dijo: “cómprate un perro”. Al comienzo casi me da un ataque pero la idea me quedó sonando hasta que tomé la decisión de comprarlo.

Obviamente debía ser uno pequeño. Todos en mi familia compartíamos el mismo miedo, unos más intensos, como el mío, y otros más manejables. Así que compré un Yorkshire Terrier. En ese momento era del tamaño de una rata, y cuando me lo mostraban yo únicamente gritaba. Mi esposo, en aquel entonces mi novio, me ayudó con lo que se conoce como “exposición al objeto fóbico”: el perro. Fue un trabajo arduo, de sacrificio, que hoy en día agradezco más que nunca. Poco a poco me expuse hasta que logré, junto con la ayuda del psiquiatra, darme cuenta a qué le tenía miedo realmente.

Muchos piensan que la fobia es un miedo cualquiera, pero lo cierto es que va más allá y constituye un trastorno de ansiedad en donde la persona experimenta la sensación, de manera desproporcionada e irracional, hacia un objeto o situación amenazante que sobrepasa su control.

La fobia es un desplazamiento que hacemos de miedos, inconscientes o primitivos, a objetos o situaciones de la realidad que nos generan mucha angustia. Por ejemplo, yo desplacé mi miedo inconsciente, y mi frustración de no cumplir con ciertos ideales y exigencias, hacia los perros. Por este motivo decidía evitarlos a toda costa, pues este es el mecanismo de defensa por excelencia de los fóbicos.

La angustia interna es muy fuerte. Se trata de algo que no logramos tramitar en su momento, de una tensión sin descargar, y de una pulsión que trata de salir pero que preferimos reprimir. Por esto podemos llegar a presentar ataques de pánico, sudoración excesiva y aumento en la frecuencia cardíaca.

Nuestra funcionalidad se ve en juego, y es aquí cuando nos damos cuenta de que, si no la manejamos de manera correcta, puede incluso, incapacitarnos.

Las fobias pueden ser específicas (objetos o situaciones concretas como animales, volar, ver sangre, etc.), sociales (situaciones sociales en las que estamos expuestos a la evaluación de los demás) o agorafobias (uso del transporte público, espacios abiertos, entre otros).

La buena noticia es que por medio de la psicoterapia se puede trabajar y, así como yo lo hice, todos la pueden superar conectándose con esa angustia primitiva y encontrando lo que realmente está detrás del miedo fóbico. Esto hace posible exponerse progresivamente ante el objeto o situación, y cambiar así el mecanismo de defensa de la evitación.