Este sábado 23, Germán Vargas Cantillo cumple cien años de haber nacido, en Barranquilla. Al igual que los otros amigos de Aureliano Babilonia (Gabriel, Álvaro y Alfonso), Germán nació en marzo.

Escribió libros de ensayo como La violencia diez veces contada, Sobre literatura colombiana y Textos. También ocho cuentos que no resistieron su aguda crítica y terminaron en la basura. Perfeccionista, no quiso ser un escritor del montón. “Vi que podía en cambio escribir ensayos, crónicas, semblanzas. Y enfoqué mi actividad por ahí”.

Germán Vargas dominó la entrevista, el reportaje, la nota crítica y el editorial. Su estilo, sobrio y sencillo, utilizó el mínimo de palabras para comunicar con claridad cualquier idea o suceso, incitando, claro, a la lectura, provocando en los lectores el deseo de abrir y quedarse un rato dentro de un libro.

Porque lo suyo era leer.

Leyó tanto Germán desde su infancia que se convirtió en referencia obligada de libreros y educadores en la Barranquilla de los años 40.

“Tenía los ojos verdes, de un verde luciferino” señaló con certeza al describirlo Alfonso Fuenmayor. Ojos refulgentes y descubridores. Ojos de lector. Fue el crítico más prestigioso del país y el juez más reiterado en concursos literarios. Le llamaban “El jurado eterno”. Como él mismo decía, con ironía, “vivo del cuento”.

Amante de los clásicos, prefería no repetir libro y no sufrir por eso los dolores de la desilusión. Nadie leía como Germán. Suelto con los demás en las profundidades de una librería, solo los ojos de mago sabueso de Germán sabían descubrir los volúmenes más extraordinarios.

Cuando Eduardo Zalamea Borda publicó los primeros cuentos de García Márquez en El Espectador, Germán los leyó y llamó la atención de la gente porque era el surgimiento de “un cuentista muy importante”.

En 1950, Gabito dedicó su primera novela, La Hojarasca, a su amigo Germán, también desde entonces su primer lector.

A Germán lo impresionó la joven generación de narradores estadounidenses, discípulos de Joyce, de Hawthorne, de Dickens y de Melville. John Dos Passos, por ejemplo, le gustaba por su infinita capacidad de innovar; John Steinbeck por la sencillez de sus relatos. Al francés Marcel Proust se lo leyó, maravillado, en una semana y William Faulkner fue para él, como para el viejo Vinyes, Alfonso, Gabo y Cepeda, historia aparte: un Mozart auténtico, el verdadero creador de todo un mundo.

Tres generaciones de escritores esperaron siempre su juicio orientador y le dieron por consenso el título de crítico literario más prestigioso del país, una especie de Papa Grande de la literatura colombiana, al que convocaron como gurú de todos los concursos.“Yo no critico, divulgo”, sostuvo. Nunca pensó que con su oficio hiciera algo trascendental pero fue constante en su afán de impulsar, durante cuatro décadas, a los jóvenes creadores de entonces, que hoy no lo olvidan.