Barranquilla, ubicada lejos del minúsculo corregimiento de Pogue, en Bojayá, Chocó, es inevitablemente, y para nuestra fortuna, una zona de confort. En el Caribe nuestras afugias son muy diferentes a la de esa y otras poblaciones del país, azotadas por la avasallante violencia nacional, cuyo origen fundamental es el narcotráfico, sin desestimar la inequidad y la injusticia social. Allá se enfrentan a las carencias típicas del subdesarrollo como falta de un adecuado servicio de agua potable, alcantarillado, escuelas, salud y empleo. Pero es la violencia atemorizante y mortal el más duro de los frentes.
Las afugias de Barranquilla son absolutamente menores, pero las hay y las sufren quienes carecen del mínimo vital o están expuestos a la delincuencia común. Aquí las balas que zumban son las de las pequeñas bandas de microtráfico; o las de grandes clanes peleando rutas de la droga; o las de riñas en barrios vulnerables; o las peleas con piedras y botellas en cantinas y bares por falta de previsión de la autoridad. Lo de Bojayá parece un karma. Ayer, en el primer día hábil laboral, el país amaneció con la alarmante noticia de una nueva amenaza contra esa población porque un grupo de 300 hombres armados intimidaron a campesinos con el fin de controlar el tráfico de droga en esa zona.
Que el Comando de la Séptima División del Ejército corra a proteger con cien o mil hombres no es suficiente. Se necesita infraestructura vial, educativa y solución al déficit en salud para que la población tenga una vida digna en esos sectores, tan acostumbrados a la miseria y al miedo que una estación de policía parece un regalo del Niño Dios. Y tienen razón en parte, porque es la vida el don más preciado y de ahí en adelante todo puede ser ganancia. Pero ni lo uno ni lo otro. Y no es solo responsabilidad de las Fuerzas Armadas, es del Estado en general y el del gobierno de turno en particular.
He preguntado a conocidos míos por la Masacre de Bojayá y su dramática historia, ocurrida el 2 de mayo de 2002. Sus tropicales respuestas fueron lejanas, tanto como lo es ese municipio de afrodescendientes, ubicado en el corazón del lluvioso y empobrecido departamento de Chocó.
En efecto, están muy lejos de nosotros, pero son colombianos. En el alegre espíritu del Caribe no caben esas preocupaciones y apenas dan para uno que otro comentario de tienda con cerveza en mano. No es nuestro problema, podría decirse. No lo es porque no tenemos en la garganta una bota paramilitar; o de la disidencia de las Farc; o del ELN, o del temible Clan del Golfo o de cualquiera de esos grupos de narcotráfico provenientes en su mayoría de los desmovilizados de las AUC.
Son varios los pueblos amenazados y lejanos, no solo en materia de distancia de nosotros, sino en sus nombres, la mayoría nunca escuchados por estos lares y de poco aparecimiento en los mapas, como son el mismo Pogue, Cuia, Loma de Bojayá y Corazón de Jesús, un nombre al que se aferrarán como último refugio de salvación.
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