En una sociedad enferma es frecuente presenciar actos de ira incontrolable por diversas causas. Una, es que quien protagoniza el hecho considere lesionado un derecho. Otra, es la neurosis y el resentimiento reprimido por una persona o una entidad. Sobre esta última causa, un factor disparador de esa ira es la falla paulatina en la normal y justa prestación de los servicios públicos esenciales, lo cual origina actos violentos y censurables, entendibles, aunque nunca justificables.
El viernes 3 de enero presencie uno de esos bochornosos actos de ira. Lo protagonizó un hombre joven en las oficinas de Electricaribe de la calle 77 con carrera 59B. Allí, al filo del mediodía, y mientras una escasa docena de usuarios esperábamos turno para realizar reclamos por diferentes razones, el hombre rompió en cólera.
La agresión comenzó con gritos a la frágil e inerme funcionaria que lo atendía. Luego siguieron los golpes al computador de la misma empleada y luego a otro, destruyéndolos. Acto seguido el iracundo usuario golpeo el monitor por medio del cual se notifican los turnos, el cual se bamboleó de un lado a otro sin salir de su estructura, por fortuna.
Atónitos, los presentes apenas podíamos dar crédito a lo que veíamos y oíamos, pues el hombre pedía a gritos que los grabaran con los celulares. Quería así dar testimonio público de su protesta contra lo que consideraba un abuso por parte de la empresa, tanto en la suma cobrada por la energía, como por la mala atención.
Había venido -afirmaba él- más de tres veces y sus reclamos solo eran escuchados. No pasaban de ser parte de un proceso kafkiano, consistente en tomar nota de acuerdo con los protocolos burocráticos de la empresa. Pero no solo no le resolvían su petitorio, sino que además perdía su valioso tiempo yendo y viniendo por razones de la queja.
Los vigilantes de la oficina solo atinaron a pedirle amablemente que se controlara, mientras cerraban las puertas y solicitaban al resto de usuarios quejosos que nos retiráramos del lugar para llevar a cabo un procedimiento policivo, como en efecto se dio. Atolondrado, el hombre se sentó a esperar la llegada de la patrulla policial, que procedió a sostener una breve conversación con el agresor, cuya mano derecha sangraba por los golpes propinados a los computadores. Todo esto observado por medio de los resquicios de la puerta principal por quienes allí estuvimos. Minutos después se abrió la entrada y el usuario salió en calma con los agentes que se lo llevaron. No sabemos qué pasó con el hombre, ni con la empresa, ni con la policía, pues el hecho no trascendió a los medios de comunicación.
Eso sí, hubo algo que llamó poderosamente la atención: todos los que allí estábamos nos sentimos solidarizados con el agresor por el mismo sentimiento de impotencia que produce no ser atendido por una empresa que está en la obligación de hacerlo, y que parece tener montado un esquema para agotar al quejoso. Muchas veces lo logra porque la gente no tiene tanto tiempo libre para hacer reclamos, y sí es así, se trata de una forma perversa para no cumplir con lo mal cobrado o con los daños producidos. En una sociedad enferma eso es muy peligroso.
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