La naturaleza colombiana es compleja. Generosa y noble en algunos casos. Oportunista y ventajosa en otros. Y una tragedia mundial como la pandemia nos deja ver lo mejor y lo peor del ser humano, a veces entenebrecido.

Es obvio que, al comenzar las administraciones públicas como en estos meses, los gobernantes honestos tengan los ojos puestos en el impulso de sus proyectos y en la consecución de recursos para realizar obras y adelantar sus respetivos planes de gobierno. Otros tienen la mira en el erario para favorecer sus bolsillos y el de sus amigos y a quienes los apoyaron en las campañas electorales.

Pero el covid-19 se atravesó y cambió las expectativas de las rutas contractuales. Tanto para aquellos con fines altruistas y de servicio puro a la comunidad, como para quienes no pierden la oportunidad y hacen de las suyas. Entonces afloró una consuetudinaria maña nacional, la de robar, ya sea con sutileza o con descaro.

Los sobrecostos en los mercados, aprovechando las medidas de emergencia para llevarle comida a los más necesitados, no es un hecho tan sorpresivo. Se trata de un retrato de lo que hemos sido. Hábiles para la trapisonda, esperando al acecho la ocasión. En muchos casos, y por fortuna con torpeza, para ser denunciados, ojalá probados y también procesados. Colombia enfrenta ahora dos pandemias, la del coronavirus y la de otro vergonzoso capítulo más de corrupción.

Lata de atún a $20 mil, cuando en el mercado y al detal no supera los $4 mil, son algunas de las pruebas fehacientes de un daño a la cosa pública y de haber incurrido en varios tipos penales. Luego están otras “minucias”, que sumadas arrojan cantidades importantes como algunos productos que fueron anunciados en la oferta y no llegaron a las manos de la gente.

Se tipifican ahí el concurso de delitos, el peculado, la especulación y la contratación indebida porque el apremio por la contingencia abrió la ventana al error o al delito. Varios entes territoriales deben explicaciones claras sobre la forma cómo adelantaron esos contratos, los cuales, dada su naturaleza y necesidad, debían hacerse con rapidez.

Aquí es claro que el distribuidor, en este caso el contratista, puso en venta un artículo a precios muy superiores a los fijados por la autoridad competente. Por esos artículos pagó el Estado con los impuestos de los contribuyentes que somos todos.

No sorprende la reacción grotesca de defensores de oficio de estos actos presuntamente delincuenciales, como la de un polémico senador que de manera oficiosa atacó al periodismo con insultos por las denuncias de dudosos contratos en Malambo y Soledad. Nadie dijo que era él, pero, como señala el sabio adagio, “explicación no pedida, culpabilidad manifiesta”.

Los contratos de marras han sido puestos en entredicho por la forma cómo fueron entregados, según denuncias de las mismas personas que los recibieron. Ahora, son las entidades de control las encargadas de investigar los que parecen indicios de que aquí hay gato encerrado. Muy encerrado.

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