La pregunta más maliciosa de la historia fue la que le hicieron los saduceos a Jesús: “Hubo entre nosotros siete hermanos; y el primero tomó mujer, y murió; y no teniendo generación, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta los siete. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer? Porque todos la tuvieron”. Un amigo mío dice que del primer hermano, pero manteniéndoles, eso sí, ciertos derechos nocturnos y consuetudinarios a los otros seis.
Es con las preguntas, y no con las respuestas, como mejor se calibra el ingenio de cada cual. Como esos amigos de Plutarco que, a los vinos, se tiraban duro con preguntas bien perniciosas. Era sabido por la tradición que Filipo cojeaba. Sí, pero ¿de qué pie exactamente era cojo Filipo? ¿Cuál mano de Afrodita fue la que hirió Diomedes en Troya?
Tiberio también era aficionado a esas preguntitas pringamozas, e incluso le servían de criterio para otorgar favores. A cualquier solicitante de repente le preguntaba: “¿Cómo se llamaba Aquiles entre las doncellas?”. O peor aún: “¿Qué solían cantar las sirenas?”. Claro está que hecha la ley, hecha la trampa. Se cuenta que Gramático Seleuco sobornaba a los esclavos de Tiberio para que le fueran informando qué libros leía, y así era que él siempre estaba bien preparado.
Las preguntas también son indicadores de madurez. La juventud se acaba el día que uno aprende que no solo no debe responder, sino ni siquiera dejarse preguntar cosas como “¿Tú a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá?”. Alejandro Magno, por eso, sí llegó a ser un adulto cabal, pues ante el nudo gordiano, que nadie podía desatar, él sacó su espada y lo cortó. No era bobo: “Es lo mismo cortarlo que desatarlo”. En cambio, con nuestra incapacidad congénita para ver lo obvio, la mayoría llegaremos a los 100 años sin todavía saber contestar la pregunta del millón: “¿De qué color era el caballo blanco de Bolívar?”.
De todos modos, no hay pregunta boba, sino preguntantes abobados. Plutarco, en sus Charlas de Sobremesa, plantea cuestiones que, de tan perniciosas, uno no las imaginaría dignas de él y de sus eruditas amistades. Algunos de sus capítulos se titulan: “De por qué los que están muy borrachos se encuentran menos trastornados que los achispados”. “De por qué no creemos en absoluto en los sueños de otoño”. “De si hay que admitir a las flautistas durante la bebida”. “De si es más creíble que la totalidad de los astros sea un número par o impar”. Y, la mejor de todas, aparece en el Libro II, Cuestión Tercera: “De si fue primero la gallina o el huevo”.
Por último, siempre están las preguntas que son bonitas en sí. “Mamá, yo quiero saber, de dónde son los cantantes”. ¿Por qué? Porque “los encuentro muy galantes y los quiero conocer”. O mejor todavía aquella que cantaba el Inquieto Anacobero: “Quién será la que me quiera a mí, quién será, quién será… Quién será la que me dé su amor, quién será, quién será”.