El gran Kid Pambelé, a pesar de sus pocas letras y sus muchos puños, en cierta meditativa ocasión dijo una verdad más grande que un coliseo: “Es mejor ser rico que pobre”. También es mejor leer que no leer. Sobre todo si eso se convierte en una pasión y alegría de vivir. Virginia Woolf fue quien, en ese sentido, expresó la idea más bonita acerca de los lectores y del placer de la lectura: “He soñado a veces que cuando amanezca el día del Juicio Final, y los grandes conquistadores y abogados y juristas y gobernantes se acerquen para recibir su recompensa –sus coronas, laureles y nombres grabados indeleblemente sobre mármoles imperecederos–, el Todopoderoso, al vernos llegar con nuestros libros bajo el brazo, se volverá hacia Pedro y dirá, no sin cierta envidia: “Míralos; esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Les gustaba leer”.
Ahora es el internet, pero mucho más impactante habrá sido el invento de la escritura. Antes, si uno quería decirle algo a alguien, tenía que buscarlo. O mandarle recaditos, sujetos a la inexactitud e indiscreción del recadero. En cambio, ahora, lo que tuvieras en el corazón de repente podías expresarlo en unos garabatos sobre un papel, los cuales, incluso a gran distancia, el destinatario los descifraría como si te estuviera oyendo al oído. “¡Págame lo que me debes, ladrón!”. Y luego la carta de respuesta: “Lamento no poder contestarte, pero todavía no he aprendido a leer y no sé qué fue”.
No habrá sido fácil. Al principio todos escribirían como Sam Weller, de quien Dickens dijo que no tenía costumbre de “dedicarse a la ciencia de la caligrafía”, por lo que, para escribir una carta, consideraba necesario “apoyar la cabeza en el brazo izquierdo, como para poner los ojos lo más cerca posible del nivel del papel, y, al mismo tiempo lanzar miradas de soslayo a las letras que iba construyendo, formando con la lengua caracteres imaginarios en correspondencia”. Y no hablemos de la ortografía. Al mismo Sam Weller le preguntó el juez que si su apellido se escribía con v de vaca o con doble u. “Eso depende del gusto y fantasía de quien escriba, Señoría”.
Sin embargo, una vez superado esos escollos, el caminito que va del “Mi mamá me mima” iniciático al “Rompe tu risa el cristal de mi soledad”, o al “Hoy enredé a tu balcón un lazo verde esperanza, con la esperanza de verlo prendido en tu pelo mañana en la plaza”, o al “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”, sin duda ese caminito que digo es sumamente placentero y enriquecedor. Cervantes se aficionó tanto al delirio de las letras que hasta leía “los papeles rotos de las calles”.
Tampoco es así, hay que leer con criterio. Quizás por eso más de un inquieto columnista dominical no se puede resistir a la tentación de traer las citas más oportunas, lúcidas, bellas y graciosas de los grandes clásicos de las letras, pretendiendo, así, con disimilo, contagiar esta dulce pasión a sus magnánimos lectores.