La gente cree que el oficio de escritor es relajado y barrigoncito, pero en realidad conlleva riesgos y enemistades. Si un perro poeta escribe una loa sobre los caballos, enseguida se ofenderán los burros, las mulas y hasta las cebras, declarándose sus enemigos eternos. Y si el piojo elogia la melena acogedora del león, entonces la tortuga escribirá una furiosa Carta al Director titulada: ¿Qué tiene de malo ser calvo? De eso se duele Gógol en sus Almas Muertas:
Basta con decir que en una ciudad hay una persona estúpida para que salte un señor de aspecto respetable y se ponga a gritar: “¡Yo también soy una persona!; ¡por tanto, también soy estúpido!”. En una palabra, enseguida ata cabos”.
Siempre habrá buenos y malos entendedores, incluso entendedores adivinos, y también los retorcidos. Freud contaba lo de los dos polacos judíos que se encuentran en el tren.
–¿A dónde vas? –pregunta uno de ellos.
–A Cracovia –responde el otro.
–¿Ves lo mentiroso que eres? –salta indignado el primero–. Si dices que vas a Cracovia es para hacerme creer que vas a Lemberg. Pero ahora sé que de verdad vas a Cracovia. Entonces, ¿para qué mientes?
Los enamorados son adivinos. Como la vez que Levin, el de Tolstói, se declaró por segunda vez a Kitty. Ella estaba jugueteando con una tiza. Levin, con resolución desesperada, se la quitó:
“–Espere –dijo, sentándose a la mesa–. Hace tiempo que quería preguntarle algo (…). Mire –dijo Levin y escribió las siguientes iniciales–: “c, m, r: e, i, q, d, n, o, s, e”, que significaban: “Cuando me respondió: es imposible, ¿quería decir nunca o solo entonces?”.
No había la menor posibilidad de que Kitty pudiera comprender esa frase tan complicada; pero Levin la miró como si su vida dependiera de que ella entendiera esas palabras”.
¡Y Kitty las adivinó!:
“–Lo he comprendido –dijo, ruborizándose.
–¿Qué palabra es ésa? –preguntó Levin, señalando la letra “n”, que quería decir “nunca”.
–Nunca –repuso ella –. Pero no es verdad”.
El mayor error es creerse más avispado que los demás. Cuenta Ricardo Palma que, en el siglo XVIII, hubo una ola de robos en las casas principales de Lima. El Virrey Amat, preocupado, convocó a su junta mayor. Allí, comentando los métodos de los ladrones, el alférez Juan Francisco Pulido dijo: “hay que reconocer que proceden pulidamente”. En cambio, el teniente José Martínez Ruda dijo que “rudamente”. Y, el alcalde Tomás Muñoz, no pudiendo decir “muñozamente”, y no queriéndose quedar atrás con la broma secreta y sobradísima de sus dos cómplices, lo torció un poquito diciendo que a esos ladrones los iba a capturar “mañosamente”. ¡A los tres los ahorcaron, pues así fue como el Virrey los descubrió!
Los más tristes son los paranoicos. Hoy, en nuestras redes sociales, ya no podemos escribir nada sin que alguien piense que es un mensaje secreto en su contra. Es más, no me extrañaría que ahora mismo alguno diga en su mecedora: “¡Ja, esto es para que yo crea que sus puyas no son contra mí!”. Las tortugas calvas enseguida atan cabos.