El amor es lo más grande y ningún científico podrá determinar jamás su peso exacto, pero, aun así, lo más prudente sería no compararlo nunca con el de una buena joya bien altanera. En Trabajos de amor perdidos, Shakespeare nos cuenta de la doncella María y la princesa de Francia:
María: Longaville me ha enviado la presente, con estas perlas. La carta tiene más de milla de larga.
Princesa: (…) ¿No hubieras deseado de todo corazón que fuera el collar más largo y la carta más corta?
Pero hoy ya no se escriben cartas. Ahora es puro mensajito. Mensajitos simples y directos, sin ninguna retórica ni sofística enamorada, sino repletos de emoticones infantiles, mala ortografía y los disparates del corrector (yo creo que en realidad es un espíritu burlón). Además, los mensajitos son instantáneos, sin lugar a la tortura enamoradora de la espera del cartero, y, por el contrario, exigen respuesta inmediata (Ya le llegó, pero no lo ha leído… Ya lo leyó, pero no me contesta... “Disculpa que te escriba de nuevo, pero…”).
Otro mundo. Más difícil, pero más romántico. Las cartas eran largas y las podías coger con las manos, besar o romper en pedacitos. Las podías esconder para la media noche. O guardar como Shakira: “Una cartica que yo guardo donde te escribí/ Que te sueño y que te quiero tanto”. Podías olerlas y analizar los misterios de su letra –creyéndote que los borrones eran lágrimas– y las certezas de las palabras subrayadas con furor pasional.
También estaban las cartas anónimas. La mejor es la que le llegó al Chíchikov de Gógol. “La carta empezaba con mucha decisión (…): “¡No, tengo que escribirte!”. Luego afirmaba que existía una secreta afinidad entre sus almas, verdad sellada con varios puntos suspensivos que ocupaban casi medio renglón (…). Invitaba a Chíchikov a seguirla hasta el desierto a fin de abandonar para siempre la ciudad, donde la gente, prisionera entre muros sofocantes, se ahoga (…). En un ‘post scriptum’ se señalaba sin más que el corazón de Chíchikov sabría desvelarle quién era la autora y que al día siguiente estaría presente en carne y hueso en el baile del gobernador”.
Y las enésimas cartas de despedida: “Te juro que es la última vez que te escribo, pero hay una cosa que nunca te dije…”. Luego alguna variación de Juan Gabriel: “Que nunca volverás/ Que nunca me quisiste/ Se me olvidó otra vez/ Que solo yo te quise”. Y solían concluir como la de don Quijote a Dulcinea: “si gustares de acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la Triste Figura”.
Eso no se puede reducir a un mensajito. Pero, en tal caso, yo escribiría el de Juan Luis Guerra, no cuando dice “Te escribo y te escribo y nada recibo… Se acaba la tinta de mi lapicero y yo más te quiero”, sino cuando ahí mismo desentraña en una sola frase el sentido de todas las carticas del corazón: “Un poquitico de amor es lo que te pido”.
Ya lo leyó; a ver qué me contesta…