Si no fuera por “las malas compañías”, nuestra inocencia quedaría muy en entredicho a los ojos de quienes nos aman. ¿Qué harían si no las madres sin el recurso de “las malas compañías” para seguir creyendo que “mi hijo es bueno, los malos son sus amigos”? ¿Qué harían los esposos sin esa mala amiga de su mujer que es la que malmete y la sonsaca? ¿Qué harían las esposas para consolarse con que “los compadres de mi marido son los que beben, pero él es el que se emborracha”? Ovidio culpaba de todo a la alcahueta Dipsas, que era quien supuestamente le llenaba la cabeza de ambiciones y falsías a Corina. Dice Ovidio que una vez se escondió para oír cómo la mal aconsejaba. “Ea, ¿qué regalos te hace, a no ser versos recién escritos, ese tu amigo poeta?”. Y dizque también oyó que le decía: “Que tu puerta sea sorda al suplicante, abierta para el que te trae regalos”.
Ahí la única certeza es que su primera ruptura fue porque Corina le pidió un regalo. “La locura de mi alma se convierte en sensatez de nuevo y ya ese tu rostro no cautiva mis ojos”. Pero ni tan sensato ni liberado, pues al poco Ovidio se enredó en razones de amor bizantinas: “No el hecho de dar, sino el de reclamar un precio es lo que yo aborrezco y odio. Lo que te niego cuando me lo reclamas, deja de quererlo y te lo daré”. Y de poeta engreído: “También se puede celebrar con versos a las muchachas que se lo han merecido. Ése es mi regalo; aquella a la que yo he querido se hace famosa gracias a mi arte”. Pura bulla; más abajo se aclara el misterio de su reconciliación: “Feliz tú, anillo, porque te va a usar mi dueña: tengo envidia ya de mi propio regalo”.
El que las hace se las imagina. Ahora es Ovidio el que en todo ve señales de traición. “¿Por qué la parte central de la cama está hundida ya de antes? ¿Por qué tengo que mirar tus cabellos revueltos de algo más que de dormir, y la señal de un mordisco que tienes en el cuello?”. Incluso empezó a sospechar de unos tales “besos apretados” con que Corina lo sorprendió porque eran “mucho mejores que los que yo le había enseñado, y me pareció que añadía algo recientemente aprendido (…). No sé qué maestro ha conseguido la gran recompensa”.
Por si fuera poco, Ovidio se quedó dormido en un banquete y se despertó con el sobresalto del borracho que no encuentra su cartera, imaginando mil traiciones de Corina mientras él dormía. Ovidio disparó alto acusándola de besos con el joven que tenía sentado al lado. Corina alegó que habrá sido el saludo. Ovidio, que seguramente no vio nada, se mantuvo firme en su litigio de payaso bravo: “era evidente para mí que habían juntado sus lenguas”.
Pero es verdad que los celos enfermizos, por infundados que sean, a veces tienen un no sé qué de invocador de la mala hora. Así fue que le pasó a Ovidio: después de tanto celar sin motivo a Corina, al final sí se le cumplieron sus temores en la figura no de otro poeta delicado, sino en la de un guerrero curtido que ya volvía a Roma cargado de riquezas y regalos.
(Continuará).