Las cosas son como son o dejan de serlo, pero también dependen de la presentación. No es lo mismo que te digan que te van a tener que amputar la pierna izquierda, a que te digan que te van a salvar la derecha. Por eso el cronista Cabrera de Córdoba, cuando el primer hijo del rey Felipe II sufrió una gravísima caída en la que, para salvarlo, tuvieron que abrirle la cabeza, no dijo que el príncipe había quedado alelado y contrahecho, sino que dijo: “El cerebro del Príncipe mostró su lesión estando la voluntad menos sujeta a la razón y ajustada con la de su padre, y el cuerpo en menos buena conformidad de las partes y vigor, principalmente la espalda”. Las cosas hay que saberlas decir.
Y también saber decirlas al revés. Como el futbolista al que le preguntaron por las derrotas de su equipo. “Mal haría yo en decir que el entrenador no sabe de fútbol y está enamorado del capitán. Mal haría yo en decir que el capitán todos los días se entrena borracho. Mal haría yo en decir que el portero hace apuestas en contra nuestra. Mal haría yo en decir que el portero le regaló un anillo a la esposa del capitán y un reloj a la hija del entrenador… Mal haría yo en decir…”.
Pero, volviendo al tema de los historiadores, a veces los reyes infunden respeto incluso después de muertos. Bonnivard, el cronista francés, describe así a Francisco I: “Francisco I era liberal, magnánimo, humano y provisto de todas las virtudes, aparte de hallarse sujeto a la voluptuosidad, y en su juventud cometió muchos excesos (…). Pero al llegar a viejo adquirió gran castidad, aparte de las mujeres (a las que se vio sujeto desde la cuna hasta la tumba), a las que dio todo lo que tenía”.
Sin embargo, uno de los casos más graciosos de cómo saber decir las cosas no pertenece al campo de la historia, sino al de la medicina. A partir del siglo XVI, los médicos casi todas las enfermedades las querían curar a punta de lavativas. La lavativa tradicional era como una gigante jeringuilla de perturbadoras intenciones introductorias… El mismísimo Molière hizo varias bromas subidas de tono sobre su potencial romántico-adictivo en los pacientes varones. Y Guy Breton encontró un prospecto de la época dirigido a los resolutivos boticarios:
“El enfermo deberá prescindir de ropas inoportunas; se recostará sobre el lado derecho y flexionará las piernas hacia adelante y presentará lo que se le pida, sin vergüenza ni falso pudor. El operador, cual hábil tacto, no procederá como si quisiera tomar la fortaleza al primer asalto, sino como el tirador experto que avanza sin ruido, separa la maleza y se detiene; cuando localiza al enemigo, apunta y dispara. De igual modo, el operador actuará con cautela, evitando falsos movimientos antes de hallar el punto de mira. Entonces, poniendo con reverencia una rodilla en tierra, cogerá el instrumento con la mano izquierda y, sin prisa ni brusquedad, apuntará la lavativa con la derecha, empujando luego con delicadeza y sin sacudidas, pianissimo”.
Hay que saber decir las cosas.