Los altos funcionarios encabezados por el procurador Fernando Carrillo, que se reunieron en el Carmen de Bolívar para buscarle solución a la ola de asesinatos de líderes sociales (446 desde que se firmó la paz en enero de 2016) enfrentaban, con retraso, un grave problema que no se resolverá con simplismos, como el del ministro que los ve como casos aislados.
Esos asesinatos constituyen uno de los síntomas de la enfermedad nacional del odio. No creía haberla contraído el funcionario de la Presidencia que trató a las petristas de “putas”, aunque después tendría que admitir que el suyo fue un lenguaje apresurado, inconsistente y se retractó; pero lo dicho, dicho quedó. Que fue lo mismo que le sucedió al columnista que calificó de aliada de la guerrilla a la columnista que ni piensa ni escribe como él. Comentando estos y otros casos parecidos, un periodista concluía en su columna que Colombia parece irremediablemente dividida y con una latente carga de odios que arden en una hoguera interminable.
Las encuestas de salud que se vienen haciendo desde 1995 dan una clave que suena de rigurosa lógica. Las guerras de los últimos 200 años han dejado como consecuencia un país mentalmente enfermo que no da muestras de recuperación. Desde temprano aceptamos que la violencia sirve para resolver problemas y afianzar poderes. Es la raíz de la desconfianza, de dificultades con la empatía y para el reconocimiento del otro. El colombiano medio está expuesto a la depresión, a la ansiedad, a dificultades en el sueño, al consumo inmoderado del alcohol y de la droga; fue el resumen del siquiatra Carlos Gómez Restrepo sobre los resultados de la encuesta nacional de salud mental de 2015.
La reunión del Carmen de Bolívar paró en políticas, recursos de Policía, quizás en algún proyecto de ley, información y rigor en la aplicación de la justicia; pero estos son placebos, esas medicinas engaño que usan los médicos. Nada de eso sirve para la enfermedad del odio: se odia en la política, se odia en el gobierno, se odia en el Congreso y se odia en los hogares.
Les creo a las cifras como las de Medicina Legal: en 2015 se registraron 26.985 casos de violencia intrafamiliar en Colombia; la Encuesta de Salud Mental registró que el 48,5% de los niños entre 7 y 11 años no viven con uno de sus padres biológicos. Ese hogar incompleto, a veces perturbado por el odio dejado por la ruptura, es el marco del crecimiento de casi el 50% de los niños. La encuesta de 2015 registró que 496.663 niños han presenciado o sido víctimas de actos de violencia. Estas marcas son aún más profundas en los niños que hacen parte de los 7 millones de desplazados.
Una sicóloga descendiente de Nasa y de afro, ve nuestro problema como de salud mental: es incapacidad para compartir el dolor. Es la propensión a ver al otro como enemigo y como prescindible. Cambiar esto es tarea de hombres del espíritu: maestros, sacerdotes, periodistas, y de los padres de familia.
De los dirigentes políticos no se puede esperar esa fina tarea, pero, al menos, deben entender que su siembra de odios enferma y destruye, y que su vida valdrá la pena si dejan tras de sí huellas de reconciliación y de convivencia.
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@JaDaRestrepo