Ya casi nos hemos acostumbrado a la corrupción de la sal. A eso equivale ese hecho persistente de magistrados y abogados, que contrariando la naturaleza de sus profesiones de defensores de la justicia, la envilecen.
El episodio más reciente del fiscal de la JEP, en esa imagen vergonzosa de los dólares que le entregan por debajo de la mesa, ya antes se había visto la historia de indignidad del vicefiscal Gustavo Moreno. Los había precedido el magistrado Jorge Pretelt con su historia de soborno por acomodarle una sentencia al sobornado o las del Cartel de la Toga o la del exmagistrado Gustavo Malo. También vergonzosas las batallas para nombrar el próximo registrador, un cargo en el que parecen más los 1,4 billones del presupuesto que manejará, y el poder político que representan sus 3.400 empleados, que su tarea de mantener la credibilidad del aparato electoral… El espacio no me da para mirar otros casos, pero estos muestran que aún las mejores instituciones y leyes en manos de corruptos se vuelven alfeñique, tan maleables y desechables llegan a ser, una situación tan absurda como el oxímoron que las describe como la justicia injusta.
Platón veía “la ruina de la ciudad” allí donde la ley está sometida a los gobernantes. ¿Ante los ojos del filósofo se desplegaba un panorama como el que hoy dibuja el fiscal corrupto que quiere someter la ley a los fajos de dólares? El soborno como suprema lex y el sobornador como poder supremo. Antes se decía con cinismo “hecha la ley, hecha la trampa”; hoy se comprueba con resignación que hecha la ley, comienza su desconocimiento y su demolición. Que es lo que sucede con la ley reglamentaria de la JEP, y con el acuerdo de paz que el gobierno y las partes firmaron con apoyo de los países garantes, violados cuando se dio la orden de apresar a los negociadores del Eln. Desde el juez que se vende, hasta este acto de arbitrariedad, hay un largo y mantenido proceso de violación y ninguneo de la justicia.
Se preguntaba Aristóteles, ¿qué es más útil, ser gobernado por el mejor de los hombres o por la mejor de las leyes? Y aunque para el filósofo el mejor de los hombres sería la opción, cede a la realidad del poder sometido a las pasiones del mejor de los hombres. Por eso “prefiere la ley que no tiene pasiones como sucede con cualquier alma humana”.
Solo que en nuestro caso esa ley está en manos de funcionarios obedientes a sus pasiones de avaricia o de odio, como se puede ver cuando la justicia, que debería ser equilibrio, asume todo el desequilibrado talante de la venganza en que el agente dispensador de la justicia es el que, a la vez, compra conciencias y matones. Ante esta realidad, John Rawls aparece ingenuo al escribir que los hombres no pueden estar sujetos a cálculos utilitarios porque “todos los hombres son iguales en dignidad y su destino no puede estar en juego porque esto convenga o no a la mayoría de los ciudadanos o porque estorbe a ciertos fines sociales”.
Pero está sucediendo y sea por complicidad o por resignación. La corrupción de la justicia parece ser parte del paisaje.