La congresista que en la Comisión de Paz del Congreso llamó, sin más, a un congresista de la Farc “terrorista”, hizo evidente el síntoma. Ocho días después la sesión de la misma comisión acabó en otro bochornoso bochinche. Aunque parece solo una expresión de fanatismo o de malacrianza de la congresista, el detalle es sintomático. Llamar rojos, comunistas, o guerrillos a los que piensan distinto, es el punto de partida para las actitudes violentas de rechazo a los que piensan de otra manera –en deportes, en religión, en política, sobre la paz, sobre la guerra– aunque nunca hayan militado en el partido comunista o en las guerrillas.
Una reciente estadística sobre los autores de asesinatos de líderes sociales reveló que el 17,42% de esas muertes fueron obra de exparamilitares y que el Ejército Nacional es responsable del 4,28%. Al menos entre estos dos grupos el prejuicio de la congresista es el mismo: hay en el país un grupo de izquierdosos a los que se rechaza verbalmente al comienzo, después se los silencia y finalmente se los inmoviliza, dentro de un proceso que no parece tener reversa.
El sentido común, más lúcido que el sentido partidista, pregunta entonces: ¿estas personas qué han hecho para que así se les persiga? Y la verdad es que contra ellos solo hay la sospecha de pertenecer a grupos de izquierda o de profesar sus ideas.
Pero la pregunta es insistente; suponga usted que yo soy comunista, ¿hay algo de ilegal o de subversivo en eso? ¿Se justifica de algún modo la persecución contra estas personas? Hubo tiempos, los del presidente Valencia, en que se les puso fuera de la ley; ese oscurantismo fue superado por presidentes de mayor lucidez y mejor comprensión; pero en nuestros días es algo tan superado como el miedo a los fantasmas.
En uno de estos domingos, el caricaturista de El Espectador le echó leña a esa hoguera de odio al presentar a la directora de la JEP detrás de un atril identificado por el viejo símbolo de la hoz y el martillo. ¿Con qué fundamento el caricaturista clasifica esa institución como comunista? El simplismo intelectual de estos odiadores clasifica sin más al Centro de Memoria Histórica como comunista, y como a la JEP, también a la Comisión de la Verdad, aún a sabiendas de que no hay argumentos para afirmarlo. Y de las consecuencias de esa acusación, ¿cuántos de los líderes sociales muertos resultaron víctimas de ese prejuicio creado por el odio?
Quizás sea peor la actitud de los que vieron las masacres de comienzo de año con su saldo de 30 muertos como parte del paisaje. Mientras tanto el llamado a odiar, con toda su interna dinámica de muerte, hace parte del arsenal electoral, que se aplica para que los electores lleguen a las urnas odiando.
Con la misma inconsciencia con que un niño pone en funcionamiento su juguete nuevo, los líderes políticos, como si se tratara de algo inocente, esperan su éxito electoral de la aplicación del odio como móvil. Ahí tienen a la Comisión de Paz del Congreso de bochorno en bochorno, movida no por motivos de paz sino de odio; y a todos esos grupos armados que llevan a cuestas sus listas de enemigos. El odio está movilizando más la política que las ideas.