Les recuerdo la historia de Fernando Rueda Franco, quien después de suplir a un senador durante 49 días reclamó una pensión de $18,4 millones mensuales. Apeló al tribunal de Cundinamarca y al Consejo de Estado que, finalmente le reconoció una pensión de $7 millones cien mil y un retroactivo de más de $1.000 millones por un desempeño (¿o trabajo?) de 49 días como senador suplente. Si robar es apoderarse de un bien ajeno contra la voluntad de su dueño, esta es la historia de un robo que un tribunal legalizó.

El de las megapensiones es un robo legalizado; pues las bendiciones de un tribunal no lo hacen menos robo.

Jueces y congresistas son, cada uno en su esfera, servidores del bien común, pero en historias como esta resultan asaltantes del bien común. A la vista de todo el país aprovechan su investidura para medrar asaltando los dineros públicos por la vía de las megapensiones. Un cálculo sobre el monto de lo que hubiera sido ese robo legalizado, entre julio de 2013 y marzo de 2019, si la Corte no hubiera señalado el tope 25 salarios mínimos, dio la cifra de 800.000 millones de pesos. En vez de los 25 salarios mínimos, los abusivos estaban reclamando 35,7.

La Corte Constitucional tuvo que enmendarle la plana al Consejo de Estado al negar 11 tutelas que los consejeros habían autorizado para que se pagaran pensiones por encima del tope. El episodio revela que la justicia puede autorizar un robo. Lo grave es que esos asaltantes, con credencial de congresistas, pasaron en 2017 ocho proyectos sobre pensiones que mantendrían el saqueo a los dineros públicos. Tres fueron archivados, los otros cinco ahí van. Las leyes, puestas al servicio de los intereses de los congresistas, se vuelven cómplices del asalto.

Que lo digan los 30 alcaldes que luchan como pueden para defender sus presupuestos de las cuentas que les cobran por las megapensiones de excongresistas de sus municipios. Sumadas, esas deudas municipales se elevan a $29.000 millones.

No son solo los congresistas, las megapensiones también mueven a magistrados. Más sofisticados que los congresistas, cinco togados acudieron a la Corte Internacional de Derechos Humanos para alegar que los topes violan los derechos de los colombianos que devengan salarios más altos.

Son congresistas y magistrados que trabajan para su interés aún en contra del bien público.

Los 11 millones de votantes contra la corrupción creyeron que sus siete proyectos les pondrían barreras a los corruptos. Pero la voz de esos 11 millones no cuenta: las propuestas que podrían tocar los intereses de los congresistas no han prosperado, el tope de salarios para congresistas y funcionarios, la obligación de publicar la declaración de renta de congresistas y magistrados, la propuesta de que los presupuestos públicos se adopten con participación ciudadana y la limitación de la reelección. En estos casos el interés de los legisladores cuenta más que el de los electores.

Se explica, por tanto, el rechazo que ha producido la propuesta que pondría los dineros de los presupuestos regionales en manos de los congresistas. Esas manos, por lo visto, no son fiables; se volvería a la historia de los ratones que cuidan el queso.