Desde muy antiguo, o sea desde que hay poderosos en el mundo se habla de los “secretos del imperio”, que son muchos. Los poderosos tienen mucho que ocultar. Todo esto se le viene a uno al pensamiento cuando lee, fíjense bien: “El servidor público que dé a conocer documento o noticia que deba mantener en secreto o reserva incurrirá en multa y pérdida del empleo o cargo público”. No solo eso. Revelar un secreto oficial le puede costar caro al funcionario, entre 16 y 54 meses de cárcel y una multa de 75 millones de pesos.
¿Por qué tánta severidad? El texto entrecomillado es el de un proyecto de ley que el presidente Duque tiene en su escritorio para su firma, después de la aprobación del Senado hace dos semanas, de un proyecto de ley contra la corrupción que, curiosamente, sanciona como un acto de corrupción dar información, o sea develar los secretos del poder.
Los príncipes mantenían sus secretos celosamente escondidos, por dos razones: para mantener mayor agilidad y menos consultas, y por desprecio al vulgo. Hoy se ha agregado una nueva razón: para escapar a la fiscalización de la ciudadanía, lo que puede convertir el secreto en un arma de la corrupción. Los honestos gobernantes demócratas acatan, como un mandato, la expresión de Kant: “La publicidad de los actos de gobierno es un remedio para la inmoralidad en política”; principio del que el presidente Eduardo Santos hizo la siguiente versión referida a los periodistas: “El escritor de un diario debe vivir en casa de cristal”. Si esto vale para un periodista, cuanto más para un gobernante.
Es cierto que hay secretos de Estado, necesarios para la protección del bien común, pero no son los que en los gobiernos totalitarios se resguardan con celo de perro guardián. Estos encubren y son expresión de la soberbia del poderoso.
Según Bobbio, “en el Estado autocrático el secreto de Estado no es la excepción sino la regla; las grandes decisiones políticas deben ser tomadas lejos de la mirada indiscreta del público”- (Norberto Bobbio, El Futuro de la democracia. P. 105)
Pero la enajenación que produce el poder rodea a los gobernantes de cristales opacos, no solo porque tienen mucho que ocultar sino porque tener secretos es una forma de poder.
Algún senador, defensor del proyecto anticorrupción, quiso hacerlo ver por la prensa como un proyecto inocente. “Las sanciones, dijo, no caerán contra el periodista sino contra quien le suministre información”.
Parecía ignorar que silenciar una fuente es impedir la información a que tiene derecho la población y que el secreto que así se quiere proteger suele ser un instrumento de poder con el que se encubren los que tienen mucho qué ocultar. Así como la mala suerte corrida por los proyectos anticorrupción tiene un inocultable aire de complicidad con la corrupción, este proyecto que silencia fuentes y protege secretos, impone silencios y recorta el derecho a la información. Además fomenta la corrupción oficial.
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