Los detalles de esa Navidad, de hace más de veinte siglos, parecen repetirse.

La parejita aquella que llegó a Belén, buscando donde pasar la noche, tiene su réplica en ese grupo de venezolanos migrantes que se ha ubicado cerca de la iglesia parroquial en busca de la ayuda que les puedan ofrecer los que llegan a la misa.

Están ahí, a la intemperie con niños y viejos, porque para ellos no hay un lugar abrigado y acogedor, como hace veinte siglos. En este siglo XXI buscan posada los migrantes en Europa, en Estados Unidos, en los países de Suramérica y de Centroamérica, y los migrantes pueden venir de Honduras, de Siria o de cualquier país africano.

Y como en aquella Navidad, hay mujeres a punto de dar a luz, que esperan acogida para recibir la vida que está por llegar, que serán los nacidos sin cuna fija, sin hogar seguro, confiados al cuidado del mismo que vela por los pájaros y por las flores del campo.

Mientras tanto, como en aquella remota primera Navidad, un rey distante tendrá en cuenta a los peregrinos como factores de riesgo: ¿Cuántos son? ¿Cuánto nos cuestan? ¿Crecerán las cifras de criminalidad?

El soberano de entonces se sintió en peligro y persiguió a muerte a los recién llegados; los gobiernos de hoy temen por la economía de sus países, por la salud, por la seguridad. La larga historia de siglos no ha logrado asimilar la actitud de los griegos que buscaban, para acogerlos, a los dioses que vestían andrajos de peregrinos. Hoy se empeñan en descubrir entre ellos al migrante desesperado que se ha vuelto delincuente.

Sé que en esta Navidad de los migrantes, como en la primera, hay ángeles y pastores que traen ofrendas y cantos, pero no logro verlos ni oírlos. Los gritos y la agitación de los comerciantes no dejan oír ni ver; pero sé que también hay ahí ángeles y pastores. Tengo la certeza de que si busco entre la barahúnda comercial puedo encontrar un carpintero como aquel de Belén. También una madre virgen y un niño que irradian esperanza.

El espectáculo del pesebre, que de niños nos inspiró la ilusión de un deslumbrante regalo, hoy, curados de ingenuidades, nos invita a pensar un mundo transparente y cándido como la infancia, feliz como el rostro de la madre virgen, seguro y protector como el de aquel carpintero, lleno de inocencia y de poder como aquel recién nacido. En cada Navidad uno piensa que un mundo así puede ser posible.

Todos estos personajes, dentro de un marco de silencio y de paz, en aquel sereno ambiente de pobreza, reafirman el mensaje que desde hace veinte siglos vienen proclamando con una santa terquedad.

Es posible un mundo donde no se adoren ni el poder, ni el dinero, ni el sexo; donde los demonios del poder estén exorcizados por la voluntad de servir; también es posible un mundo donde la avidez de dinero esté sustituida por la dignidad de la generosidad, y en donde la poderosa tiranía del sexo sea subvertida por el poder manso y transfigurador del amor sincero.

Año tras año, siglo tras siglo, se repite que un mundo como el del pesebre es posible. Es una esperanza parecida a la que a uno se le enciende cuando tiene un hijo.

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@JaDaRestrepo