Vivía frente a nuestra casa en el barrio Los Fundadores de Valledupar. Tenía un nombre que ya hubiera querido cualquier prócer de la independencia de algún país Latinoamericano. Todos le decíamos Pechere, pero se llamaba José de las Mercedes San Martín. Ni siquiera sabía firmarlo, pero sí fue comandante de una cuadrilla de trabajadores de la construcción, que se ganaban la vida subiendo a pleno sol en sus hombros latas repletas de concreto por escaleras improvisadas y maltrechas en las que había que jugar al equilibrista. A muchos de esos chicos que salían con él al filo de la madrugada todavía le quedaban bríos para silbar un canción completa de Diomedes Díaz durante la faena, y hasta para llegar a sus casas cayendo la noche, sacarse la mojosera cementera frotándose limón en el cuerpo, e irse a bailar hasta el amanecer en los bailes de picó.
No leía, no escribía, pero contaba. A veces, durante la Semana Santa, frente a su casa se armaban juegos vocingleros de cucurabá y siglo, y él era de los más hábiles haciendo cuentas. Hablaba tranquilo. A todo el mundo le decía “primo”, incluso a los niños que jugaban con sus hijos. Era un hombre negro, al que yo quizá veía más alto de lo que en realidad era, y tenía un cuerpo fibroso esculpido en la brega de la vida cotidiana. Jamás lo vi irse a las manos con nadie, pero era seguro que en la calle se respetaba su par de brazos de hormigón.
Compartíamos la afición por el Junior de Barranquilla y las narraciones de Edgar Perea en los tiempos en que la transmisión de un partido del fútbol colombiano era algo imposible en la parrilla de dos canales intermitentes. Alguna vez fui feliz cuando me hizo parte de su patota familiar con la que nos fuimos caminando a la Plaza Alfonso López en uno de los días del Festival Vallenato. Iba mucho a la casa que compartía con Nilda, su mujer, quizá más de lo que mi madre –poco amante de estar “metida en la casa ajena”– quería. Con su hijo Miller jugábamos fútbol en el patio con una pelota de caucho adornada con números y letras; en muchas ocasiones fui incluido, como un miembro más de la familia, en la repartición equitativa de un caldero de arroz de fideo con queso rayado. Todavía me llega como una ráfaga de nostalgia la memoria olfativa de aquel manjar de pobres.
Hace casi un año lo vi por última vez. Mi esposa nos hizo una foto que debe estar por ahí dando vueltas en la virtualidad de las redes. Él seguía en su misma realidad de pobreza, pero ahora estaba enfermo, sin sistema de salud y con los años encima. Hacía rato ya no era el cacique de aquella tribu febril que acarreaba cemento. Parecía un viejo edificio vaciado en concreto, agrietado y corroído por los años, pero todavía tenía la mirada de cordero y la sonrisa inocente de hombre bueno.
Hace un mes murió en su Valledupar de siempre. Hoy me acordé de él, de su mujer, de sus hijos, de sus nietos… Hay formas injustas de crecer. Una de ellas es ver morir a los vecinos de la cuadra en el barrio pobre de la infancia y no tener tiempo para ir a su funeral.
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