En 1996, en el prólogo de la edición que hizo la Universidad Internacional de Andalucía y la Universidad de Cartagena de libro Palabra que golpea un color imaginario, de Rómulo Bustos Aguirre, su amigo, el historiador Alfonso Múnera, comenzó mencionando las preocupaciones metafísicas del poeta. Estuvieron allí desde siempre –dijo–, incluso desde antes que se volviera de rigor en América Latina criticar la falta de compromiso político de Jorge Luis Borges. Para ilustrar su punto, Alfonso le pidió prestado a Rómulo uno de sus poemas: “Si el blanco es un color invisible ¿qué será de la flecha?”

La poesía de Rómulo es una metafísica para inventariar, con sutileza única, las angustias terrenales del hombre. Y eso quizá también ha sido así desde siempre, desde que estaba atento al destino de las hormigas que deambulaban en el patio y el traspatio de la casa de la infancia en Santa Catalina de Alejandría o trazaba caminos sinuosos con la cola de un corcel hecho de una vara de matarratón cortado recitando un conjuro en luna nueva.

Sus ejercicios poéticos definen la complejidad del ser humano que se mueve a diario entre miserias y aciertos; entre dudas y certezas. Por eso le preocupa que el gran ojo de la mosca, que “puede observarte desde todos los ángulos”, pero que es incapaz de distinguir los colores, tampoco te distinga a ti, que pretendes atraparla, de la basura descompuesta en la que se posa. Sin ser decálogo, la poesía de Rómulo advierte. Sabe que la regla mata la poesía, y te hace invitaciones con sutileza; te pide que desconfíes de la respuesta de los espejos y a que estés atento, porque a medio día, “cuando el pájaro acabe de cantar, podría venirse abajo el cielo”. A veces insinúa certezas: se pregunta si las cabezas de las vendedoras palenqueras, “acaso mejor que el sabio”, conozcan “el peso exacto de las cosas del mundo”.

Los poetas, como en otros tiempos, ya no son recibidos por multitudes en los muelles y aeropuertos como si fueran estrellas de la música popular; sus lecturas tampoco llenan escenarios deportivos como si fueran atletas consagrados. Pero hay un público –que no es poco en tiempos de crisis– que sigue asistiendo con devoción a los recitales de Rómulo. No lo escuchan. Bustos tiene una voz que llena todo el escenario y cuando lee más que oírlo, la gente se sube a su palabra. La toca, se deja columpiar en ella. Rómulo no se lo propone, el propósito –como siempre–, lo inventamos nosotros. Pero su poesía, su voz, él mismo –a pesar del pesimismo que a veces también lo habita–, son “nuestro lazarillo en este viaje sin ruta”.

Rómulo Bustos Aguirre es finalista del Premio Nacional de Poesía. Hágase el favor de leerlo, de escucharlo. Este faro poético, que sabe bailar salsa y se pregunta si acaso no somos Ícaros dudosos portadores de alas en la espalda sin tener conciencia de ello, merece los premios. Todos.

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